Sin duda, no nos equivocamos si calificamos al siglo XVIII en España como uno de los más importantes de nuestra historia en materia de visitas, análisis y descripciones llevados a cabo por viajeros extranjeros. Se trata de ilustrados de espíritu curioso y aventurero que dedicaron buena parte de su vida a la observación y conocimiento de otras tierras con el fin de descubrir horizontes inéditos, y a aprender costumbres y noticias de asuntos ignorados, siempre tratando de instruirse. Narraban sus observaciones, a veces tomadas con prejuicios enraizados. Ingleses, franceses, italianos y portugueses son los que más testimonio escrito han dejado.

El viajero francés Esteban de Silhouette que, entre abril de 1729 y febrero de 1730, recorrió Italia, España y Portugal, comenta respecto a los libros de viajes: "La mayor parte de los autores se pintan en sus obras. Los hay que viajan como sabios, llenan todas sus obras de inscripciones, no hablan más que de mármoles y medallas; otros se aplican a la etimología del nombre de las ciudades y a la investigación del tiempo de su fundación".

Estas gentes viajan como geógrafos y sus relaciones parecen disertaciones. Los hay que tienen un gusto singular por las iglesias y por las reliquias; éstos son los frailes viajeros que no son capaces de hablar de otras cosas. A sus compatriotas no los deja bien parados cuando dice que la mayor parte viajan por costumbre; aprovechan poco de sus viajes porque son poco sociables; no tratan de frecuentar a los naturales del país y muchos de ellos se dan al vino y a la relajación.

Un viajero no debe establecerse en ninguna parte, debe examinarlo todo, debe aplicarse a conocer, en cada sitio, la religión, las costumbres, la lengua, el clima, los monumentos antiguos, las bibliotecas, los gabinetes de curiosidades, las obras de pintura, de escultura y de arquitectura.

Hablando de viajeros, hay un itinerario francés, publicado en París en 1898, sobre el peregrinaje a Santiago a comienzos del siglo XVIII, en el que se descubre que muchos de los que emprendían el viaje a Compostela lo hacían, más que por la inclinación religiosa de visitar el sepulcro del Apóstol, con propósitos aventureros, fingiéndose mendigos para vivir a costa de los españoles caritativos.

Cristóbal Pérez de Herrera, en el libro "Discurso del amparo de los legítimos pobres", relata: "Excusarse han los franceses y alemanes que pasan por estos reinos cantando en cuadrillas, sacándonos el dinero, pues nos le llevan todas las gentes de ese jaez y hábito; y se dice que prometen en Francia a las hijas en dote, con lo que juntan en un viaje a Santiago de ida y vuelta, como si fuesen a las Indias, viniendo a España con invenciones".

Curiosidad es lo que el librero francés Francisco Grasset, de viaje por Madrid en abril de 1765, escribió a Juan Jacobo Rousseau diciéndole: "¿No sonreiréis, muy estimado compatriota, cuando sepáis que he visto quemar en Madrid, en la iglesia principal de los Jerónimos, un domingo, a la salida de la misa mayor, en presencia de gran número de imbéciles y 'ex cátedra', vuestro Emilio? Lo cual incitó precisamente a varios señores españoles y a los embajadores de las cortes extranjeras a procurárselo a cualquier precio y hacérselo llegar por la posta".

Viajeros ilustres por España, sin alcanzar Asturias, fueron Aubry de la Motraye que viajó por Europa, Asia y África entre 1697 y 1718, visitando Barcelona, Tarragona y Zaragoza. O el Padre Juan Bautista Labat, nacido en París, quien desembarcó en Cádiz en octubre de 1705, procedente de la Martinica, cruzó la Península para dirigirse a Italia por el mediodía de Francia, lo que le sirvió para redactar su "Viaje por España". Otros fueron Guillermo Manier, citado hace unas semanas en estas mismas páginas; Norberto Caimo y su viaje por España en el año 1755; el ilustre escritor francés Pedro Agustín Carón Beaumarchais, que nos visitó en 1764; en 1767 se sitúa la visita del famoso aventurero Jacobo Casanova, que localiza algunas de sus historias en Madrid y Barcelona. Veinte años tenía cuando visitó nuestro país, en 1769, Victorio Alfieri, famoso como poeta dramático en lengua italiana. También estuvieron entre nosotros el Mayor W. Dalrymple (1774), Juan Francisco Peyron (1772) y José María Flueuriot, Marqués de Langle, y su viaje de Fígaro a España en 1784.

Así llegamos al, quizá, más importante de todos: al viaje por España (1786-1787) realizado en época de Carlos III por un extranjero, el reverendo Joseph Townsend. La resonancia de su obra fue tal que, veinte años después, cuando los soldados de Napoleón invadieron la Península Ibérica, juzgaron el libro del inglés de tanta importancia que se tradujo al francés para que los invasores pudieran llevarlo en sus mochilas.

Formando parte del grupo con el que viajó desde Barcelona, venía el joven Nicolás de Llano Ponte, que iba a visitar su provincia natal; en León, y posteriormente en Oviedo, donde su tío abuelo era obispo auxiliar, se vieron muy agasajados. Hizo buena su máxima de que, para viajar por España con comodidad, hace falta tener una buena constitución física, dos buenos criados, cartas de crédito para las ciudades principales y una presentación apropiada para las mejores familias.

En la Semana Santa de 1786, Townsend llega a Barcelona; el 6 de mayo parte hacia Madrid en coche de caballos, pasando por Lérida, Zaragoza y Guadalajara. A finales de julio, en compañía del joven Nicolás y el apoderado de su familia, se dirigen a Asturias en dos pequeños calesines... Penetran en Asturias por el puerto de Somiedo, que es divisoria de aguas, en donde observa unas miserables cabañas. En todas las aldeas por las que pasa, los perros llevan collares con púas para defenderse de los lobos, dada su abundancia por estos parajes, en los que, además, hay osos y una especie de tigre (probablemente se refiera al lince).

Tal parece que el paisaje pretenda tragarles, tan grande es la sucesión de montes, cuando por Gúa descienden a Pola de Somiedo, una aldea de veintiuna casas, y prosiguen por San Andrés de Agüera y Agüerina, aldeas que inmortaliza en dos preciosas pinturas. Por Belmonte se encamina, quizás a Dolia, y por el camino real descienden a Grao. Acompañados por el Nalón atraviesan las altas peñas de Peñaflor y subiendo, de colina en colina, llegan a Oviedo.

Se lo perdonaremos por su gran trabajo, pero algo despistado anda cuando dice que la capital de Asturias se asienta cerca de la confluencia de dos riachuelos que desembocan en el golfo de Vizcaya, junto a Villaviciosa. Oviedo tiene 1.560 familias, 5.895 comulgantes; dispone de cuatro parroquias, ocho ermitas, un obispo principal y otro auxiliar, en cuya casa se instalaron. Se trataba de un palacio no elegante, pero sí cómodo, con un estilo de vida todavía más sencillo que su arquitectura. La comida consistía en una sopa, o pan cocido en caldo, seguida de una olla, compuesta de vaca, carnero, un poco de tocino, chorizo y garbanzos. En otras casas, agregan ternera y pollo. A continuación servían carne asada o de caza, y cerraba la comida algún plato de pescado. No es de extrañar, tras el contundente menú, que el buen obispo, antes de dar un paseo a pie o a caballo, durmiera la siesta.

A la fuerza, el de 1786 tuvo que ser un verano seco, porque unos días después de su llegada presenció como obispo, canónigos y principales ciudadanos sacaban en rogativa las reliquias de santa Eulalia, implorando agua al cielo. O algunos estaban en pecado o poca influencia tenían con el Creador, porque la lluvia no apareció y la cosecha de maíz la dieron por agostada.

Le llama la atención y no está de acuerdo con la caridad que aquí se ejerce. Los pobres y sus hijos, además del hospicio, cuentan con los setenta reales que el obispo reparte a diario, con las pensiones semanales a las viudas, las cuantiosas limosnas que reparten los canónigos y los seis conventos que reparten pan y caldo al mediodía, tarea en la que destacan las benedictinas. Piensa que por ello la ciudad está llena de mendigos harapientos: si tienen hambre, se les alimenta; si caen enfermos, acuden a un hospital; si tienen hijos, no necesitan trabajar para mantenerlos; si es un holgazán, sólo necesita ingresar en el hospicio para resolver sus problemas. Sí le gustó la respuesta del obispo al preguntarle si no era dañina tanta limosna. Sin duda, respondió, pero así como es deber del magistrado limpiar las calles de mendigos, el mío es repartir limosnas.

Visita el hospital y menciona las enfermedades que parecen endémicas de Asturias. Habla de nuestra dieta, culpable de muchas de las enfermedades. Apenas toman carne o vino, y se alimentan de maíz, judías, guisantes, castañas, manzanas, peras? De maíz es su masa de pan, sin levadura, por lo que queda sin fermentar. Sin embargo, pondera, son muchas las personas que llegan a los cien años, algunas cumplen los ciento diez, y las hay que mueren mucho más viejas (¿?).

En compañía de don Nicolás Trelles, visitó el miserable edificio del hospital de peregrinos, con unas paredes de aspecto lamentable y numerosas celdas, que albergan durante tres días a los que van a postrarse ante el altar de Santiago. Un canónigo le muestra las piezas más importantes del tesoro catedralicio, y sus sagradas reliquias. Unos días después se expuso el Santo Sudario ante la veneración de ocho o diez mil campesinos, muchos de los cuales portaban cestas repletas de tortas y panes que levantaron en alto para recibir su bendición, lo que dotaría a dichos productos de propiedades para curar cualquier enfermedad.

Un hombre de muchas dotes, gentiles modales y mucho más culto que la mayoría de los nobles españoles, el conde de Peñalba, le acompaña a conocer las aguas termales de Las Caldas; baños que encuentra mal distribuidos, con el corredor que los separa de los vestuarios demasiado frío. Ofrece numerosos datos geológicos y botánicos. Cuando habla del campo dice que los arados, en los alrededores de Oviedo, son los peores y más rudimentarios que ha visto; otro tanto dice de la grada. Del carro del país, o chillón, y las dos clavijas que provocan el ruido, explica que se hace con el propósito de sosegar a los animales y adormecer a bueyes y hombres mientras se mueven con lentitud, ya que creen que constituye un estímulo para el trabajo de las bestias, y les evita la necesidad de hablarles o aguijonearles. Para el campesino, su música, parece ser la única melodía de apacible deleite.

¿Así éramos o así nos vio el reverendo Joseph Townsend, antes de marcharse a Avilés y Luanco, el lunes 21 de agosto?