El ilustrado don Francisco Caveda y Solares (Francisco de Paula, Villaviciosa, 1760), prosista, poeta, historiador, lingüista, íntimo amigo de Jovellanos, hombre de extensa cultura, destacó por sus trabajos entre finales del siglo XVIII y principios del XIX. Entre ellos figura el dedicado a la "Descripción geográfica e histórica del concejo de Villaviciosa en el Principado de Asturias", en el que dedica un apartado a la estancia de Carlos V en su ciudad natal que dice así: "La época más gloriosa para nuestro concejo es aquella en que el emperador Carlos V de Alemania y I de España se dejó ver en su suelo para darle esplendor. Se hallaba en Flandes cuando los derechos de la sangre le llamaron a la sucesión de la Corona de España. Desembarcó en el puerto de los Tazones, el día 19 de septiembre de 1517, y fijó su residencia en la villa de Villaviciosa, en la casa de Hevia, en donde habiéndose detenido tres días siguió su camino a Tordesillas, por Colunga, Ribadesella, Llanes y San Vicente de la Barquera".

En los tres días que el glorioso Carlos honró con su presencia nuestro país se refundó toda la nobleza asturiana. Villaviciosa y su concejo se ennoblecieron entonces, dejando, en memoria del afectuoso albergue que le ofreció, las armas reales de Castilla y Aragón, de que la villa usó desde entonces, uniendo a ellas, dos años después, el águila imperial con la Corona del Imperio, que hizo ganar en el escudo, luego que Carlos fue aclamado Rey de Romanos y Emperador de Alemania, como se ve en el que está adornando la fachada de las casas consistoriales de la villa.

De esta forma, el emperador Carlos se convirtió en el único soberano español de los tiempos modernos que visitó Asturias. Claro que el desembarco fue consecuencia de un viaje que no alcanzó el destino programado, gracias a los pilotos vizcaínos que, habiendo tenido el honor de traer a su nuevo Rey desde tan lejos a su país, erraron a la hora de arribar a buen puerto, que era aquél en el que se habían efectuado los preparativos de real recepción: Santander.

Nieto de los Reyes Católicos y del emperador Maximiliano de Habsburgo, hijo de Felipe el Hermoso y Juana la Loca, heredero de un vasto imperio. A la muerte del rey de Aragón, varios buenos personajes e hijos de grandes señores de España, acompañados de muchos caballeros, fueron de Castilla a Flandes para hacer la reverencia a su nuevo príncipe y soberano señor, ya en edad competente para regir y mantener sus reinos y señoríos. A la vez, le apremiaron para viajar a Castilla con el siguiente argumento: "Si demoráis demasiado el venir, aunque al presente estemos en paz, es de temer que vuestros secretos y malintencionados enemigos maquinen cosas en vuestro perjuicio". De ello le advirtieron. "Estando Castilla apacible, y obedecido fácilmente y sin contradicción, podréis conservar todos vuestro países, tanto de acá como de allá del mar, de tal modo que nadie osará combatiros. Por ello vuestros adversarios trabajarán cuanto puedan por impedir vuestra venida; pero, por todo lo que améis el bien de vuestros súbditos, partid cuanto antes".

Apuntaba la aurora del día 8 de setiembre, festividad de la Natividad de Nuestra Señora y también de San Andrés, cuando anunciaron la partida desde el puerto de Flessinga. Siguiendo las ordenanzas, dispararon tres cañonazos en el barco del Rey y uno en el del almirante, embarcación que siempre iba la primera sin alejarse en demasía para mostrarle el camino. ¡Qué gozo tenía que proporcionar ver partir la carabela del Rey con las velas desplegadas al viento!

A fin de que a la luz del día el barco del emperador fuese reconocido por los demás navíos, llevaba sobre la cofa dos banderas cuadradas, y en sus velas hermosas pinturas y devotas representaciones. En su vela mayor habían pintado el recuerdo de Nuestro Señor colgado en la cruz, entre la imagen de la Virgen María y San Juan Evangelista, todo ello entre las dos columnas de Hércules que el Rey lleva en su escudo con su lema, "Plus Ultra". Sobre la vela de la gavia del palo mayor estaba la representación de la Santa Trinidad, y en la mesana del castillo de detrás podía verse la imagen de San Nicolás. En el trinquete estaba la imagen de la Virgen María con su hijo entre los brazos, marchando sobre la luna y rodeada de rayos de sol, con una corona con siete planetas. Encima, en lo más alto del palo, en la vela, estaba representado Santiago, el buen varón y patrón de Castilla, que en la batalla mataba a los infieles (quizás no sea políticamente correcto el mencionarlo). En la punta del barco destacaba San Cristóbal. Todas estas imágenes decoraban ambos lados de las velas, a causa de que son santos invocados a menudo contra los peligros y riesgos del mar.

No vamos a extendernos sobre la mala fortuna de uno de los barcos de la armada, que fue pasto de las llamas; sobre la navegación con viento en contra; sobre la fría bruma o la despiadada e interminable tormenta. Eso, poco más o menos, lo conocemos de las novelas y películas de aventuras de capa y espada en el mar. Lo que es menos sabido, a pesar de su cotidianeidad: ¿En qué pasaban las horas el rey y su séquito mientras duró la travesía?

Entretenidos sí estaban. Las trompetas del rey, en cuanto amanecía, subían al castillo de popa para dar los buenos días al soberano y su séquito con alguna alegre alborada. También los pífanos y tamboriles de Alemania cumplían con sus deberes tres veces al día: por la mañana, en la comida y en la cena del monarca. Bien protegido de los impetuosos vientos marinos, con un jubón de alto cuello forrado de escarlata, otro igual sin mangas, doble gorro cerrado sobre el mentón y grandes medias a modo de calzas marineras, salía de su cámara y se iba a saludar a su hermana y al resto de damas. Luego se subía al puente del castillo y, ante la representación del crucifijo, realizaba rezos y devociones durante más de una hora.

El desayuno no estaba nada mal: sopa y capón cocido, o asado, una sopa de pasta mezclada con vino, o asados a la malvasía. Pasear y charlar hasta la hora de la comida, y contemplar cómo las naves pasaban y cortaban las grandes olas porque el mar a veces se mostraba tan impetuoso que se levantaba al igual que altas montañas, eran otros pasatiempos. Tal danza a bordo hizo enfermar a unos cuantos de incómodo mareo. Por suerte, el Rey y su hermana lo pasaron bastante bien, salvo que el primero, que también era humano, en una ocasión se vio obligado a vomitar.

La tarde algunos la dedicaban a leer las crónicas, otros a jugar al ajedrez, a las damas y a las cartas. Un poco antes de anochecer cenaban y, tras ello, a son de silbato, el contramaestre daba las órdenes oportunas para el buen gobierno del barco. Si alguno de los tripulantes no las cumplía, sabía lo que le tocaba: correr como una rata mientras el contramaestre lo azotaba con un cabo de cable retorcido en riñones, brazos y piernas.

Calma chicha, borrascas de través, abismos infernales entre ola y ola, y viento en popa a toda vela les trasladaron, sanos y salvos, en el undécimo día de viaje, hasta las cercanías -tanto que el Rey prometió dar el vino a aquel que primero viese la tierra y la anunciase, y para ello se subían interesados a lo más alto de las cofas- de lo que los pilotos vascos creían territorio vizcaíno. Craso error, del que quedaron muy avergonzados, al hallarse, al día siguiente, frente a las costas de Asturias. Los regios pasajeros y sus acompañantes quedaron sorprendidos cuando se enteraron del equívoco.

Dos horas tardaron en arriar el bote grande al agua. Lo cubrieron de tapices, cojines y banderas del Rey, antes de que Carlos V, su hermana, el resto de damas y damiselas, más los grandes maestros y señores se acomodaran en él para, a fuerza de remos, dirigirse a tierra. Dos opciones tenían: dirigirse a un puerto de mar llamado Astazonnes (Tazones), al que no fueron porque era un lugar demasiado malo para alojar tantas gentes de bien, o bogar por una ría de agua salada por la que se llegaba a una buena villa, denominada Villaviciosa, donde se verían mejor aposentados.

Buen susto se llevaron los habitantes de esta zona asturiana al ver aproximarse esta poderosa escuadra, de cuarenta o más naves, estimando que podían ser enemigos turcos o franceses que pensarían que por la muerte del Rey de Aragón el país no estaría bien defendido. Pronto se reunió un gran grupo de montañeses, todos armados con palos, dardos, jabalinas, espadas y puñales, sabedores de que, contra su voluntad, los invasores jamás podrían traspasar los estrechos desfiladeros de las altas montañas.

Antes de nada, enviaron espías y exploradores a la bahía y puerto para cerciorarse de qué tipo de gentes se trataba. Al no divisar más que señores no armados, damas y damiselas, conocieron que no eran enemigos ni malhechores. Uno de los exploradores tanto se aproximó que reconoció las armas de Castilla dentro de las grandes banderas del Rey, hecho que transmitieron a la asamblea que aguardaba su informe.

Si buen susto se llevaron, más asombrados quedaron cuando los primeros descendieron a tierra y comunicaron la venida del dicho señor Rey, noticia que rápido se extendió por el país, y el temor sufrido pronto se convirtió en alegría y seguridad.

Al siguiente día, los gobernadores de la villa fueron al alojamiento del Rey y se postraron de rodillas, al tiempo que uno de ellos tomó la palabra: "Señor, ante vuestra reverencia han venido vuestros humildísimos y obedientes súbditos y servidores de esta vuestra pequeña villa, que desde el fondo del corazón os vienen humildemente a hacer la reverencia, visitando y dando la bienvenida y, del mismo modo, ofreceros cuerpo, corazón y bienes".

No sé si así sucedió realmente. Lo que puedo asegurar es que, poco más o menos, de esta forma lo narró Lorenzo Vital, cronista oficial de su majestad, el emperador Carlos V.