Un pitido fino como una navaja atravesó la noche, y los vagones verdes y grandes del expreso, semejantes a ballenas estremeciéndose, comenzaron a alejarse camino de Madrid. En la pared lateral de la estación solitaria, bajo una bombilla viuda, apareció un nombre: Sanchidrián, y en el andén vacío quedaron tres chavales en su primer viaje consciente sin padres, educadores y esas cosas.

El pueblo estaba algo retirado, y entre la estación y el horizonte había un páramo oscuro, silencioso, y una brisa fresca, a pesar de ser agosto.

Uno de ellos, que pongamos se llamaba Carlos, conocía bien la infinitud de la llanura castellana, descubierta de crío cuando sus padres, como tantos asturianos, decidieron comprar una casa en León, para saber en qué diablos consistía aquello que llamaban sol. Y allí disfrutaba de las noches mareantes de Castilla, con una población infinita, imposible, de estrellas.

Por eso aquella noche de agosto en Sanchidrián, mientras esperaban por el R-12 verde del padre de su amigo José María aprovechó para escrutar de nuevo el cielo. Y buscó la Estrella polar, de la que contaban que marcaba el Norte, aunque nunca la encontraba.

Don Octavio, el padre de José María, pertenecía a una profesión envidiable: la de los ferroviarios, que eran algo así como marinos de tierra. Vivía en Oviedo, pero mantenía en Vega de Santa María, en la provincia de Ávila, la casa de sus padres, y se había escapado unos días, con otros compañeros, a cazar. Y había invitado a la chavalería.

Dos luces se empezaron a acercar a la estación. Eran los focos del R-12 que venía a buscarlos. A don Octavio lo acompañaba otro de los cazadores. Al volver al pueblo, mientras los chavales miraban expectantes la oscuridad que los envolvía, el padre de José María preguntó al otro:

-¿Conociste el panizo? Ya nadie lo cultiva.

-Oí hablar de él, pero nunca lo vi.

-Era un cereal con la planta parecida al maíz, pero que en lugar de mazorcas tenía espigas, y se usaba como alimento de los animales y para hacer gachas, y también pan, que era perfumado, moreno, muy sabroso.

A Carlos le gustaban las palabras, y aquella -panizo- nunca la había oído. Y le encantaba el pan. Con el paso de los años, Carlos supo que aquel cereal extraño, con cuerpo de maíz y fruto como el trigo, se había cultivado desde siempre no sólo en Castilla sino también en Galicia y en su Asturias, hasta que fue arrastrado por las panoyas poderosas del maíz recién llegado de América.

Los botánicos lo llamaron Setaria itálica, y se sembraba a voleo alrededor de mayo, y en la primera mitad de agosto ya estaba listo para cosechar, por lo que quedaba la tierra libre para otro cultivo. Salvo limpiarlo de cenizo, sólo en alguna ocasión, no tenía más labores. Se cosechaba con foz haciendo atados que se dejaban descansar tres o cuatro días. Después se desgranaba. La planta, ya limpia, era un alimento excelente para el ganado.

Milagrosamente su cultivo se mantiene aún en algunos rincones del Principado. El que esto escribe pudo descubrirlo en el pueblo de Capdevila de Rengos, en Cangas del Narcea, gracias a la magnanimidad de Segundo Collar, un entusiasta de la agricultura biodinámica, una mañana de agosto. Y fotografió sus semillas, valiosas y escasas como pepitas de oro. Degaña e Ibias son otros lugares donde todavía pervive.

Al producir una harina panificable pero sin gluten, el panizo, cereal poco exigente en calidad del suelo y bien adaptado al clima de Asturias, es hoy, de nuevo, una especie de interés.

La carretera, estrecha y solitaria, iluminada por los faros amarillentos, se elevó levemente. En la parte de arriba apareció un cementerio, con la portilla de hierro oxidado, y detrás la iglesia grande, solitaria. Un poco más allá estaba el pueblo. Una de las casas de la plaza era la de don Octavio. Entraron por un portalón grande de madera vieja. Mientras los chavales deshicieron su equipaje en el dormitorio, el padre de José María calentó una buena olla de sopa castellana. Fredy, el tercer chico en discordia, y famoso por la capacidad proverbial de su estómago, tragó con urgencia dos platos.

-¿Quieres más? -le preguntó sonriente el padre de José María

-Si se puede...

El tal Carlos recordó toda su vida, entremezcladas, aquella sopa exquisita y la palabra panizo, el cereal desaparecido en medio de la noche.

En el pueblo había más chavales, la mayoría pasando el verano, todos conocidos de José María, lo que permitió que los de Oviedo se uniesen sin dificultad a los locales y con ellos descubriesen el sabor de la aventura robando sandías -recuerdo que siempre turbó al tal Carlos cuando se hizo hombre mayor-, y algo que le dejó mucha más huella: los primeros temblores de la sensualidad ante el cuerpo inalcanzable de una de las chicas de aquella panda.

Todos los días se iba al río, que no estaba lejos. Carlos no supo muy bien lo que le sucedió, pero de pronto descubrió el ahogo al verla a su lado -morena, con el pelo en cola de caballo- brillándole la piel mojada, preguntándole sonriente, abierta, si en Oviedo tenían río. Su traje de baño le marcaba unos senos incipientes, de piel tostada, al igual que el cuello, los hombros, y las piernas bruñidas resaltadas por el agua.

Un cuerpo oloroso, moreno y sabroso. Así debía de ser el pan hecho con panizo, pensó Carlos. Y en aquel instante lo alcanzó una electricidad nueva, desconocida, que lo empujaba a probar aquel pan, aquella chica morena y mojada. Pero si alguna característica abundaba en Carlos era la timidez, por no decir el pánico. Durante los días de Vega de Santa María sintió las fiebres de la atracción, los topetazos del corazón cada vez que la veía, pero no se atrevió a contárselo.

Hoy este escribiente ni siquiera posee el nombre de aquella chica de piel apetecible y sabrosa como el pan hecho con harina de panizo.

Quizá ella recuerde alguna vez al extraño zanquilargo tartamudeante de mirada ovina que vivía en una ciudad que no tenía río.