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De San Vicente a Los Álamos

A la sociedad ovetense siempre le gustó lucir palmito y pasear por distintas áreas de la ciudad l Aquellos centros de esparcimiento estaban destinados a "ver y ser vistos"

El paseo de los Álamos en el siglo XIX.

Si bien no tiene siempre porqué ser así, la palabra paseo nos recuerda a una calle de anchas aceras y con arbolado que, además de embellecer dicho espacio, proporciona sombra a los viandantes. Damos por supuesto que las ciudades, al tratarse de entes vivos, al mismo tiempo van modificando los conceptos ancho, alto, largo y amplio. Hermosura y comodidad se valoran de manera diferente a lo largo de los siglos y dependen siempre del medio en que estén integrados. Nada tiene que ver el trazado medieval de una población con el realizado en el siglo de las Luces; nada se asemeja la arquitectura modernista con los diseños actuales de las grandes urbes, siempre al servicio de nuevas ideas que mejoren la calidad de vida de sus habitantes y, cómo no, dependientes de la estética.

Oviedo no podía ser menos. No es difícil imaginar como transcurrirían los días en la corte de los reyes asturianos. En aquel reducido recinto circular, protegido por la muralla, todo había de girar alrededor de monarquía, con su séquito correspondiente, y clero. Los paseos intramuros no estarían muy alejados del palacio de Alfonso II, de las iglesias de San Salvador, San Tirso y Santa María, sin olvidar el convento de San Vicente. Entretenimientos, los correspondientes a la época; llevando la palma de la animación los ajusticiamientos en el cadalso, pues en ellos participaba el pueblo entero; desde la grey infantil hasta los más ancianos del lugar.

Los ovetenses de antaño primero pasearían por la calle San Vicente, a continuación por la de Solazogue (actual San Antonio), que quiere decir bajo el mercado, en donde se vendían alimentos y ropa. A ella se uniría la calle Canóniga -Alta y Baja-, que recibe el nombre a causa de que allí se encontraban las viviendas de los canónigos de la Santa iglesia Catedral, eclesiásticos que por ella lucirían sotana, manteo y sombrero de teja.

Años más tarde, no cambiaron las modas pero sí el lugar por el que caminaban los ovetenses. Nace la rúa de los Tenderos, Cambiadores, Mayor o Tiendas; de todas estas maneras fue conocida la presente calle de la Rúa, que presta nombre a esta noble familia, de la que se conserva el palacio y pasa por ser la única construcción civil que se mantuvo en pie tras el pavoroso incendio de 1521. Cuenta Tirso de Avilés en el libro "Armas y linajes de Asturias y antigüedades del Principado": "Los de la Rúa de la Ciudad de Oviedo son gente muy principal y tiénense por muy naturales de la dicha Ciudad, y tomaron este apellido por que se dice y asegura, que algunos hombres principales y otros caballeros de dicha Ciudad se iban a 'ruar' y contratar a la casa del Portal (hoy ocupada por el Museo de Bellas Artes), que era una casa muy grande y principal de las de aquel tiempo, tras la iglesia de San Tirso; y porque estos caballeros hidalgos frecuentaban muchas veces la calle de la dicha casa fueron llamados los de la Rúa". "Ruar" significa que aquellas personas ya paseaban por la calle de la Rúa. Pues, recordando que aún a finales del siglo XVIII la población ovetense no superaba los 7.000 habitantes, y todavía le faltaba una centuria para convertirse en Vetusta, podemos hablar de una culta sociedad a la que le gustaban los buenos modales, el lujo y la galantería, a imagen y semejanza de la corte madrileña.

De acuerdo que no es el de las Delicias, tampoco el del Prado, pero a la burguesía no le hizo falta más que el derribo de la huerta de Camposagrado, que transformó en bello jardín la plazuela de la Fortaleza, para trasladar el paseo nocturno a una zona noble, al amparo de venerables muros palaciegos y a la sombra de la torre catedralicia. Si bien no todo era felicidad. Los bancos en que se sentaban las mamás con hijas en edad de merecer no estaban en óptimas condiciones y, lo peor, era la gran polvareda que, a causa del gentío que allí se reunía, mancillaba elegantes vestidos de cola, relucientes botines y sombreros de copa. Otro paseo de moda en la segunda mitad del XIX fue, una vez cedida la huerta del convento al Municipio en 1843, el de Santa Clara. Curioso nombre para uno más, señalado por Jovellanos: "Entre estos paseos se distingue el llamado del Chamberí, obra del celoso magistrado Isidoro Gil de Jaz, el más cómodo, el más extendido, el más adornado y frondoso de la Ciudad.

Los árboles que le guarnecen de diferentes especies y tamaños, y las huertas, sotos y prados que se ven a uno y otro lado, le hacen singularmente delicioso". Transcurría por delante del Hospicio y se dirigía a la Silla del Rey, denominado de esta manera por el canapé de piedra que allí se localizaba. Madoz dice de él que por el centro del Campo San Francisco se llega a la carretera de Chamberí, la que conduce a los baños termales de Priorio y a la Fábrica de Armas de Trubia.

El de la Tenderina transitaba entre dos hileras de árboles por la carretera de Pola de Siero, con preciosas vistas en el pueblecito de Colloto, bañadas sus praderías y pomaradas por el río Nora. El de la Noceda comenzaba en el arco de mismo nombre y se alejaba por el camino de Gijón al encuentro de las huertas de la Vega y sus caseríos, la quinta de Santullano y el Campo de los Reyes. Otro, con pronunciado desnivel y falto de arbolado, partía del alto de San Roque, avanzaba por la carretera de Castilla y, desde los Arenales y la quinta del Obispo, permitía una grandiosa panorámica de Oviedo con la sierra del Naranco al fondo.

Tan importante o más fue el de Cimadevilla hasta finales del XIX. De él se decía que quien no hacía al menos un recorrido al día no era nadie en Oviedo. Las mejores tiendas y bazares abrían sus puertas en esta calle que, ¿saben por qué apodo se conocía? Si no lo conocen yo se lo diré: el mentidero. Los ingredientes cotidianos de dimes y diretes se introducían en la olla podrida; se aderezaban con maledicencias, cotilleos, malévolas críticas y ácido humor; al fuego lento de los corrillos se cocían a la vera de la fuente del Regente y se servía, como plato frío, entre enlevitados paseantes, petulantes jóvenes, pícaros estudiantes y niños con boina calada que, con expresiones de arrobo, contemplaban los escaparates de las tiendas del Bohemio, Cesconi, Morini?, o alzaban la vista a los ventanales de los cafés del Casín, Risón u otros más.

En penúltimo lugar, por haber sido paseo de Oviedo en todos los tiempos, citaré el Campo de San Francisco, espacio por el que todas las personas nacidas aquí, sin duda, hemos correteado. Desde siempre, bien para extraer leña, llevar allí los animales a abrevar, cazar o solazarse en el amor, estuvo a disposición de los ovetenses "El Bosque". No digamos nada en el momento en que se proyectó y realizó el "Salón Bombé". Conjunto lúdico que se amplió con Jardín Botánico, lago, estanques, fuentes y se aumentaron los paseos y, sobremanera, aunque no lo creamos, se construyó el kiosco de la música en la centésima parte de tiempo que ahora se emplea en reparar.

Por derecho se ha convertido en el "Escorialín II" de Vetusta. En él Campo se celebraron fiestas, desfiles militares, exhibiciones de caballos, juegos de sortija?, a punto estuvieron de producirse ejecuciones; hasta se realizaron carreras de motos en el paseo de los Álamos en las que entre otros, competían Arturo Parugues, los hermanos Atorrasagasti y el Carbayalu.

Por último nos vamos al monótono y tradicional paseo de Uría. Primer enlace urbano entre la ciudad antigua y el modernismo del ferrocarril que, en su trazado hacia Castilla, medio moribundo, prosigue en el siglo XIX. Una vez urbanizada la calle, construidos sus elegantes edificios al frente de sobresalientes chalets, el paseo trasladó su ambiente a este más novedoso. El pavimento, en días de lluvia era un auténtico barrizal. Si el tiempo estaba seco, el polvo que levantaban aquel ruidoso automóvil, un caballo al trote, la calesa descubierta o los niños corriendo tras una pelota de trapo o papel, ni siquiera incomodaba a los viandantes.

Eso sí, había que andar ojo avizor ante el tilín, tilín del tranvía. Fueron pasando las décadas y, para comodidad y descanso, se instalaron las sillas del Evangelio en los Álamos. Los carbayones se fueron a ruar a Uría, reflejando sus siluetas en las vitrinas de Al Pelayo, Botas, Peñalba, Astoria y otros.

Abrió sus puertas el cine Aramo. Cuántos flirteos, noviazgos, matrimonios, celos y rupturas se consumaron en aquellas aceras entre lucidas guayabinas y guayabos con chaquetas de "Peu libre". De aquel Oviedo, con la llegada de la televisión y otras modernidades, tan solo nos queda un vago recuerdo.

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