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Un paseo por las parroquias ovetenses / Caces (1)

Caces, la bella despensa de Oviedo

Un pueblo que tiene el río Nalón como alfa y omega, y que constituye uno de los rincones favoritos de todos los ovetenses

Caces, la bella despensa de Oviedo

No hace falta decir por dónde se llega, porque la parroquia de Caces (284 habitantes) la conoce todo el mundo. De todas formas, para que nadie se enfade, explicaré que se encuentra al suroeste de Oviedo, entre las parroquias de Pintoria, Santo Adriano, Puerto y, al otro lado del río Nalón, Priorio y Sograndio. Más datos: se va por la carretera AS-322 y se prosigue por la OV-1. Para completar, diré que los lugares de Caces y Siones, más los caseríos de Pozobal y La Vallina, en cuanto a población, son los puntos más señalados.

Con intención no he mencionado el papel que ejerce el padre de los ríos asturianos porque, sin duda, el Nalón es el principio y el fin del sentir de este espacio geográfico que, hasta hace bien pocos años, junto con la parroquia de Naranco, se consideraba la despensa de Oviedo. Un vigilante de excepción, el castillo de Priorio -cuyo origen, me encanta creerlo así, se remonta a los tiempos del Reino de Asturias-, situado en un promontorio, protege su planta señorial con las aguas del río Gafo y levanta orgulloso sus almenas sobre el cauce del Nalón. Quizás estas tierras se hayan elevado hasta Pozobal para no perder la referencia de su curso y mirarse siempre en él.

Es que el Nalón, al tratarse de su mejor espejo, refleja el ser de sus vecinos porque cada día se asoman a él. Es más, te lo cuentan. No hace mucho tiempo me decía un jubilado de Siones -casi todos los días me acerco hasta este canto para contemplar el río- que el problema en esta época es que la naturaleza está que explota, crece, crece... y recorta la mirada. Tengo ganas de que el otoño la obligue a desnudarse y quede despejada la panorámica hasta Trubia.

Comenzamos a ver sus aguas de cerca, tras dejar atrás Las Caldas, al atravesar el puente -inaugurado por Sergio Marqués, aquel Presidente de Asturias que tanto hizo por los pueblos y al que tanto aprecio tenían en el mundo rural- que abre paso al primer barrio de Caces: La Rienda. Por aquella estación, tan desmemoriada que no recuerda cuando un tren de pasajeros tuvo la gentileza de detenerse en ella, no transitan más que carboneros, y pocos. Está ese grueso y añoso castaño flanqueado por vivaces arces. Y la fuente costeada por los vecinos de Priorio, Caces y Puerto en honor del prócer Eleuterio Díaz. Los edificios que enmarcan la plaza rezuman un aire decimonónico, estampa en la que se echa de menos la humeante máquina de vapor. Y el rostro rojo y sudoroso del fogonero atizando el hogar. Y la fila de vagones de madera a los que, en dirección al mercado del Fontán para mercarlas, ascienden mujeres con cestos cargados de frutas, hortalizas y lecheras, en el límite del alegre silbido reglamentario...

Sin duda, todos los restaurantes son recomendables en la zona, y de todo hay: desde cocina de autor y diseño hasta fogones tradicionales. A nadie le parecerá mal si entre todos tengo uno preferido: "Casa Eleuterio, fundada en 1910", señala el cartel. Decoración, ambiente, jardín, excelentes platos de cocina casera y tradicional, y un delicioso jardín me obligan a apreciarlo así. Su propietario es nieto del bienhechor citado más arriba.

Con el mejor de los criterios, en Caces han sabido conservar las construcciones tradicionales -no exagero cuando digo que en cada casa hay un hórreo o una panera, con los antiguos aperos de labranza bajo su estructura- y las alturas están unificadas y concuerdan con el entorno. Las viviendas unifamiliares -las hay sobresalientes- pasan desapercibidas. Y, lo mejor de todo, los adosados brillan por su ausencia.

En la afición a las flores, todos los habitantes de Caces parecen estar de acuerdo, porque embellecen todos los rincones, desde la cuneta a los balcones, pasando por hórreos, jardines y setos. No hay un solo espacio que no ofrezca colorido y fragancia. Dar un paseo por sus callejas es sinónimo de alegrar la vista y serenar la mente. Sus barrios parecen pujar por ser el más hermoso entre los hermosos. Cotariello, La Cuesta, El Cuetu, Figarines, L'Agra, El Llanu, Otura, La Pumarada, La Quemada, La Rienda y Solagüerta guardan memoria de lo que antaño fue un pueblo dedicado a la agricultura. Si bien en la actualidad son para consumo familiar, hay en cada rincón una huerta y frutales, muchos frutales; y gallineros en los que se recogen huevos de verdad y los "pitos de caleya" se desafían de continuo lanzando quiquiriquís al viento.

Caces, no me extraña, es uno de los rincones favoritos de todos los ovetenses porque es puro paseo. Pero eso lo saben los viajeros desde tiempos inmemoriales. Por ello, el Camín Real de la Mesa concedió un ramal a Villanueva de Tuñón para que antes de ascender a Tenebréu visitaran la iglesia de Santo Adriano. Aquí aposenta sus reales la perla prerrománica del valle: templo de humildes proporciones fundado por Alfonso III el Magno y su esposa doña Jimena en 891. De planta rectangular, con tres naves separadas por arquería que apoya sobre pilares; la nave cubierta de madera a dos aguas, mientras la cabecera tripartita lo hace con bóveda de cañón. En su interior destacan las pinturas que se encuentran, principalmente, en el ábside central.

Hay numerosos yacimientos prehistóricos con vestigios de ocupación: cuevas y abrigos como la del Fornu, también denominada del Conde, la del Corpus, la del Ángel, la del Notario, el abrigo de Santo Adriano... Castros como el de Peña Constancio en Las Carangas, el de El Collaín en Tenebréu y El Castiello en Pozobal, indican que hablamos de un Primer Camino. Desde allí, una acentuada pendiente les trasladaba hasta el alto de la Collada, lugar en el que, en época medieval, existía una posada. De ahí proseguía a Lavares; por Peña Constancio se introducía en el valle de Valdecameros y ascendía a Siones. Cruzaban el Nalón en Caces, Las Caldas, Santo Medero a San Lázaro de Paniceres, Constante, en la falda del Naranco, y Lucus Asturum (Lugo de Llanera).

Guillermo Schulz, en sus "Viajes por Asturias", cuenta lo siguiente: "Excursión a Las Caldas. Viernes 12 de agosto de 1836. Por la tarde, salí en compañía de D. José Arias por la calle del Rosal, Cinco Piedras, Sto. Cristo, San Emeterio, la quinta del Catalán, palacio de Sta. Cruz a Priorio, o Las Caldas, y de allí por la Barca del Puerto y gran parte de dicho lugar (A: de Caces) y después doblé por la peña del Palo y fui a la mortera de Caces, de donde me volví bajando por Caces, pasé la Barca de Cáces, vi la fuente de Las Caldas y regresé por el camino de ruedas, esto es por Santa Marina y San Francisco de Oviedo".

Una encrucijada, con forma de rotonda, nos encamina hacia Soto de Ribera, Las Caldas, Oviedo y Siones. Por este último nos encaminamos, por la OV-1. Si antes hablamos de un pueblo florido, ahora, en Cotariello, conviene hacer un alto para recrear la mirada en una panera enclavada en el interior de un recinto, tan engalanado de flores, que poco le falta para representar íntegro el arco iris, a la vez que destapa el tarro de los aromas. De inmediato nos topamos con la iglesia de "San Juan Bautista, misa dominical a las 11", reza un letrero. Templo que muestra la portada de estilo románico, doble arquivolta sobre capiteles lisos, con la puerta de madera bellamente tallada. Es de destacar la imagen de la Inmaculada, obra de Antonio Borja (1661-1730), y el retablo de los Espejos (XVIII). De las dos campanas, la de mayor tamaño dice: "Se fundió esta campana siendo cura Don Abundio Fernández Álvarez de Miranda".

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