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Los cultivos del Paraíso

Aquel café de bellotas

Una taza de café rodeada de bellotas. Pelayo Fernández

Aquel cliente de mi padre era alemán. Para mis ojos de rapacín parecía un hombre viejo, pero andaría por los cincuenta. Los cálculos eran fáciles: había sido oficial de un submarino durante la Segunda Guerra Mundial, veinte años atrás. Los rasgos eran sajones, alto, fuerte, ojos claros, rubio total. Creo recordar que estaba relacionado con una empresa de equipamientos industriales. Aún veo a sus hijos por Oviedo.

Vestirse en una sastrería a medida tenía -y aun tiene, aunque ya casi no quedan- su protocolo, en el que no cabía la inmediatez, como hoy. Nadie tenía prisa ni se ahogaba por esperar quince días entre la compra de la tela y la entrega del traje, siendo la relación entre cliente y sastre casi amistosa.

De hecho, a la elección del género, o a los momentos de las pruebas, acompañaba siempre una buena conversación en la que se comentaba la vida. Era una mezcla de acción comercial y de tertulia. Otra forma de vivir.

En algunas ocasiones yo asistía como oyente a aquellas conversaciones de adultos, aunque la mayoría de las veces no pillaba el trasfondo, pues se llevaba lo de "hay ropa tendida".

No obstante al alemán era fácil entenderle; siempre hablaba de la gran capacidad de su pueblo, nada que ver con la indolencia española. Incluso en situaciones límite, decía, los alemanes sabían sacar recursos de donde no los había.

En el otoño de 1944, con los aliados asfixiando ya a una Alemania casi derrotada, el abastecimiento a la población llegó a carencias imposibles, pero los berlineses transformaron las bellotas de los robles del Tiergarten, el gran parque público al lado del Reichstag, en el sustituto del café, y en la fuente de las proteínas que ya no se encontraban por ningún lugar. Otra prueba más del ingenio alemán, contaba con orgullo y educada altivez aquel hombre.

Supe años más tarde que la bellota obtenida del roble -aparte de otras bellota como la de la encina, muy diferente- había sido sustento humano en muchísimos lugares, y que en diversas zonas del interior de Asturias, en la banda de Zamora que linda con Portugal, y también en el País Vasco se había consumido incluso hasta las primeras décadas del Siglo XX.

El género Quercus engloba a un buen grupo de especies, siendo el emblemático de Asturias y otros territorios del Norte peninsular (como ya citan Estrabón y Plinio) el Quercus robur, comúnmente "carbayu". Árbol de gran longevidad y utilizado en muchos lugares como icónico -en Oviedo, por ejemplo, habita gran parte de nuestros bosques sin problemas, salvo algún ataque de hongos que no suele tener especial incidencia. En desarrollo libre puede alcanzar grandes dimensiones, así que ojo en los jardines. Es una de las especies que necesita compañía de otro roble, aunque sólo sea para reñir.

Además de su hermosura como árbol, las bellotas sirvieron de alimento. Se cuentan entre los pocos vegetales ricos en proteínas. Este fruto, por su riqueza en ácido tánico, posee un regusto amargo, algo que no sucede con el de la encina, que en principio lo invalida para su consumo directo. Se hacen necesarias unas labores de beneficiado para eliminar los taninos, siendo el método más común el cocimiento leve seguido de lavado y secado, utilizando para ello las bellotas maduras, ni verdes ni pasadas.

Los amigos de la medicina natural las consideran beneficiosas para controlar el azúcar en sangre y el colesterol. Con ellas no solo se obtenía un buen sucedáneo del café, tostando en el horno las bellotas troceadas, sino que su harina se utilizaba para hacer pan, fariñes o farrapes -gachas-, y para consumir asadas, al igual que las castañas.

En la vida es imposible volver atrás; por eso lamento tanto mi cara de guaje "plasmau" escuchando a aquel alemán. Si fuese hoy le hubiese dicho: "Tiene usted razón al hablar de la capacidad germana, y me maravilla como supieron aprovechar las bellotas para fabricar un sucedáneo del café. A nosotros la cabeza no nos dio para otra cosa más que para crear el jamón".

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