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125 años del coliseo ovetense

El Campoamor, maestro de "calatravas"

El Ayuntamiento tardó nueve años en terminar e inaugurar su nuevo teatro, con sobrecostes, controvertidas adjudicaciones, retrasos, reparos de seguridad y una polémica gestión artística

Cartel de la función que inauguró el teatro Campoamor.

Nueve años pasaron desde que se puso la primera piedra del Teatro Campoamor, el 27 de junio de 1883, hasta su inauguración, el 17 de septiembre de 1892. Nueve años y un sinfín de peripecias, imprevistos y chapuzas que, a la luz del 125 aniversario que se cumple ahora, podría permitir afirmar que cualquier tiempo pasado fue, como poco, idéntico a éste. La historia de cómo se puso en pie el Teatro Campoamor no difiere mucho a la actualidad política de este siglo XXI: sobrecostes, tráfico de influencias, retrasos y actuaciones al filo de la legalidad.

El "nuevo teatro", como todavía se le llamaba, iba a costar 350.000 pesetas. Al final, la obra salió por más del doble, 890.000, y fueron precisamente los problemas de financiación los que prácticamente paralizaron el proyecto. En aquel 1883 todavía se realizaría la contratación de algunos primeros trabajos: excavación del terreno y suministros de materiales, "cantería y sillería azul". No sin polémica entre las ofertas presentadas, quien se encarga de estos primeros trabajos es el ovetense José González Pravia. Sin embargo, los suscriptores no aportan sus cuotas y el Ayuntamiento se queda sin dinero para continuar las obras. El 2 de octubre de 1885, el arquitecto Miguel de Laguardia, que era el director de obra, alerta a la Corporación de la grave situación en la que se encuentran los trabajos, "de algún tiempo a esta parte paralizados a causa de estar casi agotado el importe de la suscripción y haber dejado varios accionistas de satisfacer algunos plazos del capital con que se habían suscrito".

Dos años más tarde, el Ayuntamiento sigue estudiando cómo relanzar las obras. Empresarios locales se ofrecían a ejecutarlas en dos años y cobrar en cuatro. Se estudian las posibilidades pero la legislación de la época impide acudir a estos atajos. A finales de año se opta por meter más dinero con cargo al presupuesto municipal, pero no es hasta 1890 cuando el proyecto del teatro cobra de nuevo vida y encara su recta final.

El bautismo. La resurrección del proyecto es material y conceptual, ya que ese mismo año, en el pleno celebrado el 10 de mayo, el "nuevo teatro" recibe el bautismo de "Teatro Campoamor", aunque esa denominación, según apunta Antonio Fontela en "Teatro Campoamor, un siglo de cultura", no llegara a utilizarse ni a hacerse popular hasta dos años más tarde. El libro de actas de aquella sesión plenaria describe cómo Clarín fue quien defendió poner el nombre del poeta naviego al coliseo ovetense en nombre de sus compañeros: "Se dio cuenta de otra moción suscrita por los señores Alas, Buylla, Prieto, Ordóñez y González Posada proponiendo se acuerde que el nuevo teatro lleve el nombre del poeta asturiano más ilustre; tomada en consideración por todos los señores presentes y declarada urgente, expuso el señor Alas que asignado el nombre de Jovellanos a otros teatros, siendo de muchos desconocido el de Candamo y careciendo ahora Asturias de autores dramáticos de cierta talla por más que existen esperanzas fundadas de que no faltarán jóvenes que lleguen a obtenerla, se impone en la ocasión presente la necesidad de acudir a un poeta lírico y como entre ellos descuella en grado eminente el ilustre asturiano don Ramón de Campoamor, de aquí el pensamiento de adscribir su nombre al coliseo en construcción honrando así los merecimientos de tan insigne coterráneo".

El honor que se le hacía a Campoamor poniéndole su nombre al teatro todavía daría para otra polémica local que algo recuerda a los jaleos actuales de los distritos. El poeta agradeció el gesto y, no pudiendo acudir a la inauguración, mandó a su hermano Leandro y obsequió a la ciudad con un donativo de 1.000 pesetas, que habrían de ser repartidas entre pobres y necesitados. El Ayuntamiento no supo bien cómo gestionar el regalo de Don Ramón, optando finalmente por repartirlo entre las cuatro parroquias de Oviedo, 250 para cada una. Los barrios, que se vieron alejados del proyecto, montaron bronca y la escandalera acabaría con la dimisión de todos los alcaldes de barrio.

Recta final. Bautizado ya como Campoamor, se retoman las obras y las contrataciones que empiezan a vestir el teatro. Las pinturas de las salas principales se contratan a Busato y Fontana, de Madrid. El telón de boca y las 14 decoraciones (el standard con el que en la época se representaba cualquier título), a Luis Muriel. Para el exterior del teatro, una de las diferencias más notables entre el aspecto externo antes y después de la reconstrucción, se encarga al escultor ovetense Cipriano Folgueras dos estatuas "de piedra blanca del país de tamaño algo mayor que el natural", una de la Tragedia y otra de la Comedia. A Egidio Piccoli se le encarga el diseño de escenario. Felipe Lobón pide ser el peluquero. Luis Saby Dikens solicita encargarse de un telón de boca supletorio. Los Masaveu buscan 1.500 metros de terciopelo Utrech para las cortinas. Cada uno de estos pequeños contratos fue, en realidad, un mundo de renuncias, nuevas adjudicaciones, cesiones y pufos de la adminstración local, aunque el verdadero problema llegó con la concesión para el arrendamiento del teatro.

Los pliegos para gestionar el Campoamor se publican en julio de 1892. Es una concesión por cuatro años, se exige un mínimo de 60 representaciones de ópera, zarzuela, drama o comedia. El precio del contrato se fija en un 5% sobre el producto bruto de la taquilla de la ópera, 8% de las de zarzuela y 15% del resto. Se añade que para la inauguración habrá de contratarse una compañía de "primo cartello" que actuará por lo menos en diez funciones coincidiendo con las fiestas de San Mateo. El gobierno local contempla, horrorizado, que no se presentan ofertas. Las autoridades piden al Gobernador que les deje realizar una libre designación pero éste se niega. Al final, mejoran un poco las condiciones y se presentan cuatro ofertas, aunque, como señala Luis Arrones en su libro "Crónica de un coliseo centenario", se deduce fácilmente que el tenor ovetense y empresario artístico Lorenzo Abruñedo ya lo tenía todo hablado con el alcalde, Francisco Secades.

El dedazo no salió nada bien. El tenor había ofrecido una compañía encabezada por él mismo junto a la soprano Pacini y el barítono Battistini. A finales de agosto, cambió a Pacini por una soprano californiana y la prensa local empezó a calentar la polémica. "El Carbayón" escribía: "Vemos al señor Abruñedo por el mal camino y le aseguramos un fracaso. Se lo advertimos lealmente". El tenor había proyectado 20 funciones de ópera, sólo 4 con los cantantes principales, y a precios astronómicos. Pero lo peor es que pretendía llevarse a la soprano californiana unas semanas antes a Gijón para hacer diez funciones a un precio tres veces por debajo. Agobiado por la polémica, Abruñedo renuncia y el Ayuntamiento salva in extremis el programa de la inauguración y la contrata del teatro quedándose con el intermediario del propio Abruñedo, Florencio Turpini, que pasa a convertirse en el primer empresario de la historia del Campoamor.

La inauguración, prevista para el 15 de septiembre, se pasó finalmente para el 17, con "Los hugonotes" de Meyerbeer. El lujo, la calefacción, la luz, las pinturas, e incluso los artistas, a pesar de no ser una función memorable, dejaron una huella imborrable en la memoria de la ciudad. Todo ese brillo y esas crónicas quizá compensaron otros asuntos menos relucientes. La inspección de seguridad se firmó aquella misma mañana y con reparos graves. Al Campoamor le faltaban en su inauguración dos tanques de agua para el sistema de extinción que tres décadas más tarde seguían sin haberse instalado. El apurón en las obras también se tradujo en desperfectos en los pantalones del público de gallinero, que vio cómo la pintura aún fresca arruinaba sus trajes. El Ayuntamiento tuvo que indemnizarles. Y de traca final, según cuenta Antonio Fontela, fue que al final no cantaron ni Pacini ni Battistini, y uno de los cantantes contratados, Cardinalli, se fugó con 4.500 francos que le había adelantado Turpini. Le cazaron en Madrid.

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