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Visiones De Ciudad

Oviedo debe mirar al monte

La periferia rural de la capital es un libro abierto de la historia de Asturias que pide a gritos una nueva mirada para convertirse en un activo principal de la ciudad

Un camino del Oviedo rural, en Caces. Luisma Murias

Tiene la ciudad de Oviedo un entorno rural magnífico que, sin embargo, no está suficientemente atendido e integrado en la ciudad. La gran mayoría de las ciudades españolas, por no decir todas, tienen un talón de Aquiles en la forma segregada en la que la planificación urbana trata al campo periurbano, lo que provoca que este carezca de entidad propia y asista como testigo mudo y ajeno, en el mejor de los casos, al desarrollo de la ciudad y, en el peor, padezca las consecuencias de algunos tratamientos suburbiales.

Esta desconsideración de la ciudad hacia el campo inmediato debe cambiar. Y, de hecho, parece que se atisban novedades en ese sentido, tanto por los posicionamientos programáticos de los distintos partidos políticos y las intenciones de la corporación municipal, como por las manifestaciones de algunas asociaciones ciudadanas a favor de una mayor atención hacia el medio rural del concejo.

En el caso de Oviedo, la periferia rural tiene una extraordinaria potencialidad, no solo en términos de "agricultura urbana" -forma de planificación territorial y paisajística que fomenta la agricultura en el entorno de la ciudad orientándola hacia la rehabilitación de una función histórica, perdida en las última décadas, pero que fue consustancial a la fundación de la ciudad, como era la alimentación, y que está ahora en auge en las ciudades intermedias más avanzadas del mundo- que también, sino en el ámbito forestal. Los montes que rodean Oviedo son libros abiertos de la historia de Asturias que están pidiendo a gritos una nueva mirada, una reconsideración para convertirse en activos principales de la ciudad. De forma muy resumida quiero reseñar los tres más representativos.

El primero, referente de la ciudad y más conocido, es el Naranco. Su proximidad al casco urbano y el valor patrimonial de los monumentos prerrománicos lo convierten en icono para los ovetenses y en objeto de atención para los visitantes. Es el monte insigne, el que nos relaciona con el arte antiguo, con el nacimiento de un reino y con la fundación de la ciudad a la que, por cierto, históricamente contribuyó a alimentar con el cereal y las huertas que se cultivaban a sus pies, a la que dio de beber con sus manantiales y a la que suministraba, entre otros bienes, la leche de las vacas que pastaban en las cuestas o la cantería que construyó la ciudad. El futuro paisaje del Naranco debe estar en consonancia con la recuperación de la mejor historia agroecológica del monte y con el valor de su legado artístico.

El segundo de los montes es el de Olloniego. Es el monte de la minería del carbón, el que nos relaciona con la historia de la industrialización de Asturias que ahora echa el cierre en su versión productiva primaria y debe buscar otra alternativa, también productiva pero menos lesiva e intensiva que la anterior. El monte de Olloniego -que, por cierto, tiene una interesantísima forma de propiedad comunitaria en su mayor parte- tiene a sus pies un patrimonio industrial en estado de ruina, en sus laderas un bosque naciente que revegeta el suelo y necesita manejo y en las alturas unos pastos que también reclaman atención y ordenamiento. Mucho antes de que el carbón y la perspectiva industrial eclipsaran cualquier otra posibilidad de aprovechamiento, el silvopastoreo era la actividad principal de un monte que puede buscar en esos dos pasados -en el reciente minero, ahora ya como recurso cultural, y en el remoto campesino que manejaba en extensivo ganados y bosques- las claves esenciales para la definición de un nuevo paisaje en mosaico gestionado con un innovador modelo de intervención comunitaria.

El tercero, y no por ello el último, es el propio de los campesinos asturianos. El territorio genuino, original, de los paisajes del país. Es el monte de la aldea por antonomasia, al que no llegó ni la industrialización, ni fue objeto de atención por el arte de la monarquía, y que está representado en Oviedo por los paisajes montunos de la parroquia de Caces, con las aldeas y vegas interiores de Siones, Pozoval, Pando, La Vallina,? que tienen por particularidad estar tan cerca de la modernidad urbana, por vínculo geográfico, como de la esencia de la cultura campesina asturiana, por vínculo histórico. Y eso, para la ciudad de Oviedo, es una suerte. No ha habido en la construcción de este paisaje, ni en la estructuración de su ecosistema, ningún sobresalto revolucionario, ninguna alteración sustancial de su evolución lineal lo que le permitió llegar a estos inicios del siglo XXI en un estado de conservación más que notable y convertirse en ejemplo de territorio de paisaje de naturaleza y cultura campesina asturiana de montaña. Si una amenaza se cierne ahora sobre este monte, como sobre tantos otros montes asturianos, es el abandono y la pérdida de su conformación cultural vernácula debida al asilvestramiento.

En resumen, tiene Oviedo la suerte de tener tres montes históricos: el Naranco del arte antiguo y prerrománico, el de Olloniego y la industrialización minera y el de Caces y los campesinos del país. Tres montes a tiro de piedra de una ciudad moderna y acogedora en su estructura urbana que tiene pendiente proyectar una nueva mirada sobre su extraordinario medio rural. Y debe hacerlo no solo porque los vecinos rurales de Oviedo, sus propietarios, se lo merezcan sino porque se lo merecen también los vecinos urbanos, que lo disfrutan, y porque de esa manera estrenaremos una nueva forma de hacer ciudad en Asturias: la ciudad agropolitana del siglo XXI que estrecha su vínculo con el campo para disfrutar de su paisaje y para comérselo.

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