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Un cine infantil en medio del salón

Conectar un viejo proyector de dibujos animados puede ser toda una aventura sin conocimientos eléctricos adecuados

Un cine infantil en medio del salón

Debo aclarar que de infantil ya me tocaba poco. Tenía 14 años y me encontraba postrado en la cama después de la segunda operación de la pierna derecha. El traumatólogo que me intervino había recomendado que estuviese instalado en una habitación con luz, a ser posible que me diese el sol y para eso me pusieron en una pieza de la casa a la que llamaban gabinete.

Efectivamente era una amplia estancia con balcón que daba a la calle Asturias. Allí recibí visitas de familia y de los amigos de juegos en la calle. Sobre todo, me dediqué a los recortables: soldados, casas y hasta algún castillo. Había tiempo para hacer de todo.

Sin embargo, alguien y no sé quién tantos años después, me regaló una máquina de cine con películas animadas. Era emocionante, pero sólo tenía un gran defecto: en el gabinete no había ningún enchufe para poder ver aquellas películas, y la conexión más cercana estaba a unos cuatro o cinco metros en una habitación colindante.

Yo me consideraba un manitas y le dije a mi madre que comprase varios metros de cable que yo lo empalmaría a la máquina de cine. Y así se hizo. Entonces llegó el momento estelar de probar aquel remedio, al que después llamaría remiendo.

Le dije a mi madre que enchufara el cable y ¡zas! saltaron los plomos de la casa. El chispazo que sonó al conectar fue morrocotudo. No pilló a mi madre en la mano de puro milagro.

Pasado el susto, revisé lo que había hecho anteriormente y no encontré ningún defecto, con lo cual le dije a mi madre que me trajese los plomos para reactivar la corriente en la casa. Le puse unos plomos nuevos y cuando mi madre volvió a poner la tapa de los fusibles en su sitio, esta vez fue un chispazo lo que saltó la caja. Era la segunda vez y fue casi un milagro que mi madre no se electrocutase con mis experiencias. Entonces me declaré inexperto. Los experimentos se habían acabado. Al final hubo que llamar a Manolo, el electricista, del cual les hable en una anterior historia.

Y llegó Manolo y lo primero que descubrió fue que yo había empalmado los cuatro cables a la vez. Después, al enchufar mi madre, con la descarga, había quedado soldado, como siempre se dijo, el macho con la hembra, motivo por el cual, al poner los nuevos plomos, el cortocircuito seguía existiendo.

Manolo puso todo en orden y aquella tarde-noche, al fin, hubo cine en el gabinete. Las imágenes se proyectaban en una sabana que mi madre había sujetado en las contraventanas. Lo que duró aquella máquina de cine no lo sé, ni qué fue de ella tiempos después tampoco.

En mi cabeza solo quedó aquel recuerdo de una buena madre que no murió electrocutada de puro milagro.

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