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Visiones De Ciudad

La memoria de las pantallas eternas

Un viaje a aquellos años noventa en los que cines como el Ayala, el Principado, el Real Cinema, los Brooklyn y los Clarín vivían sus últimos planos antes de perderse como lágrimas en la lluvia

La memoria guarda un rincón especial para los momentos en los que la mirada se vuelve huésped de la fascinación. Senderos de gloria cinematográfica que recorren experiencias tan intensas que no solo retenemos el poder de las imágenes sino que les concedemos el derecho a vivir para siempre en los escenarios donde las vimos. En pantalla grande, por supuesto. Hubo un tiempo en el que las películas no se disgregaban en las afueras con muchas salas de diseño impersonal y se podía acceder a ellas a pie. Hacías cola fuera y cuando entrabas no te encontrabas con un mosaico de carteles y una red de pasillos y puertas. Salas que rezumaban pasado (o humedad en algunos casos) y que no podían compararse ni en tecnología ni en comodidad de las butacas con las actuales. Pero dejemos a la nostalgia actuar, conservan intacto un encanto (o encantamiento) que acompaña a la biografía cinéfila olvidándonos de aquellas sesiones en las que te tocaba un espectador demasiado alto en la fila delantera y te arruinaba la función.

Aquellos cines conservan el cauto esplendor de sus fachadas imponentes pero dentro son otra cosa. Adiós al llanto de las lámparas, de los acomodadores veteranos, de las taquilleras encapsuladas, de las moquetas gastadas y los techos aéreos. También había multisalas, como los Clarín o los Brooklyn, pero de cifra muy modesta comparada con las actuales. Allí, en los recónditos confines clarinianos, vi a Michael Douglas desesperado mientras una moto asesina se aproximaba a su compañero Andy García. Y también a Daniel Day-Lewis decidiendo que no, que no se reencontraría con Michelle Pfeiffer en "La edad de la inocencia".

Los Minicines hacían honor a su hombre pero su condición modesta las permitía acoger instantes gozosos, como la reposición de "En bandeja de plata", de Billy Wilder, ¡en 1990! Irrepetible. Pero no todas las asociaciones son positivas: en sus butacas viví la inédita experiencia de dormirme -por primera vez- con una película. Lo siento, Morgan, fue con "Paseando a Miss Daisy". Que Ford me perdone, también di algunas cabezadas con "Casino", posteriormente revisada con admiración.

Cuando los Brooklyn solo tenían dos salas "refrigeradas" (llegó a las siete tras una remodelación modernísima para la época, y en ella viví ese momento demencial en el que un tipo que salía les contó a los que hacían cola que Bruce Willis estaba muerto en "El sexto sentido") pude viajar a Marte gracias "Desafío total". "Thelma y Louise" emprendieron allí su huida hacia el abismo y, a la chita callando, Woody Allen entregó con "Maridos y mujeres" una autopsia de un matrimonio que tenía mucho de premonición personal. En esas salas de resplandores abultados y pasillos ocupados por carteles de próximos estrenos se heló la mirada de Leonardo DiCaprio y también galoparon los guerreros de "El señor de los anillos". Fue el territorio donde vivió "El último gran héroe".

El Real Cinema tenía una querencia especial por las lágrimas y las historias sentimentales. "Pretty woman" y "Los puentes de Madison" congeniaban bien con su pantalla céntrica y confortable. Pero había sorpresas y también se desgarraba a veces con histerias como "Amor a quemarropa", con aquella escena inolvidable en la que Walken y Hopper mantienen un diálogo amartillado por cortesía de Tarantino. En su pantalla se cobijó una de esas cintas que te hacen salir del cine flotando: "Atrapado por su pasado", la obra maestra de Brian de Palma. Y no dejemos caer en el olvido la aparición deslumbrante de Cameron Diaz en "La máscara". No sé cómo no se quemó aquella noche el proyector.

Al Principado le iban más las historias trepidantes y cuando paso cerca de su fachada recuerdo a veces que allí vi a Michelle Pfeiffer como Catwoman irrumpiendo en la pantalla con maullidos irresistibles. Y también donde nos dimos cuenta de que aquel tipo que dirigía "Seven", un tal David Fincher, iba a darnos muchas satisfacciones inquietantes.

Tenía el Ayala una condición ecléctica que le hacía muy apetecible para los buscadores de emociones fuertes. Por ejemplo, un cruce de piernas antológico de Sharon Stone, instinto básico mediante, pero también las pesquisas de Kevin Costner en "JFK". Allí abrimos unos ojos como platos viendo el baile de Travolta y Thurman en "Pulp fiction". Y nos quedamos con la boca abierta con "Heat", el peliculón de Michael Mann. Escenas que se proyectan en la filmoteca particular de risas, sonrisas y miedos. Mentiras verdaderas. Una entrada inolvidable a salas refrigeradas y con dolby system que viven en los grandes horizontes de las pantallas desvanecidas en el tiempo. Fila siete, pasillo, por favor.

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