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Visiones De Ciudad

Érase una vez en el Roxy

Memorias de los cines de barrio y de pantallas en el centro de la ciudad donde se podía ver cine erótico y sesión continua sin que los centros comerciales lo hubieran invadido todo

Érase una vez en el Roxy

Nunca tuve buena memoria. Así que no es de extrañar que mi primer recuerdo de Oviedo sea, con siete años, salir de la clínica de los Vega, que entonces estaba en la calle Uría, y correr de la mano de mi madre hasta el Campoamor, donde se estrenaba "Tiburón", la de Spielberg.

Sí, queridos niños y niñas, hubo un tiempo en que el Campoamor era un cine casi normal, donde se estrenaban películas, o al menos había una programación estable cinematográfica.

Llegamos tarde, la proyección ya había comenzado, y la pobre figurante a la que destroza el tiburón en los primeros minutos ya estaba nadando sin ropa, y tranquilamente, cerca de una boya. Así que me perdí mi primer desnudo. Las que tendrían que haber sido mis primeras tetas en pantalla gigante se quedaron en el Olimpo por llegar un par de minutos tarde al cine. No sé si tendría que remontarme a la educación sentimental de Flaubert, o al psicoanálisis de Freud para entender por qué ese puede ser mi primer recuerdo. Lo de que aparezca un oculista es fácil de entender; pocas cosas le pueden fastidiar tanto a un crío de siete años como tener que llevar gafas toda su vida, y lo del cine? ¡Qué vamos a decir de lo del cine! Pues que queda muy bien para soltar en una entrevista, en un escrito, o en unas memorias.

Muchos años después me resarcí de aquel trauma infantil. El de perderme mis primeras tetas gigantes, quiero decir (el de las gafas lo superé enseguida), y fue gracias también al Campoamor. Sí, queridos amiguitos y amiguitas, hubo un tiempo en el que en el Campoamor se estrenaban películas eróticas. Y "La Llave Secreta", de Tinto Brass fue una de ellas. Quiero pensar que los pechos que vi allí eran los de Stefania Sandrelli, pero no estoy muy seguro, y no pienso recurrir a internet porque prefiero vivir en la felicidad de la mentira.

Lo cierto es que gran parte de mis recuerdos y Oviedo tienen que ver con el cine. Porque sí, porque aunque no os lo creáis, hubo un tiempo en que no había redes sociales, no había "Sálvame", ni siquiera había televisión en color. Pero, eso sí. Había cines en el centro de Oviedo.

El Principado, el Ayala, los Brooklyn, los Clarín, el Real Cinema, el Aramo y su reverso tenebroso, el Fruela, donde proyectaban directamente cine x. Incluso había cines de barrio, y el Roxy era el del mío.

Más o menos el mismo tiempo que los niños dedican hoy al Fortnite lo dedicaba yo al Roxy. Horas y horas de sesión doble y sesión continua. Otra resonancia mítica para los que pasáis de los cuarenta: Sesión doble y sesión continua. ¡Cielos, me estoy excitando!

En ese cine, que yo recuerdo enorme, con patio, anfiteatro, y seguramente gallinero, disfruté la película que más veces he visto en mi vida. Si me pongo un poco snob os diría que fue "Star Wars", y es cierto que allí vi un reestreno. También quedaría muy bien afirmando que fue "E.T" o un clásico de vaqueros de John Ford. Pero la realidad es mucho más prosaica. La película que más veces vi en mi vida fue "Pedro y el Dragón Elliot". Tenía diez años, y aquello de que mezclaran imagen real con dibujos animados debía de hechizarme, aunque lo que de verdad debía de fascinarme es que como mi mejor amigo de la infancia era hijo del contable de la cadena de cines, podíamos pasar a la sala siempre que queríamos y nos quedábamos allí toda la tarde, escondiéndonos debajo de las butacas, jugando a la guerra, investigando tras las puertas, y de vez en cuando, viendo y escuchando las desventuras, seguramente con final feliz, de un huerfanito baboso y un dragón insufrible que es probable que hasta cantara canciones.

Bueno, que queréis, tenía diez años. Lo de los pechos de la Sandrelli llegaría más tarde.

El caso es que todos esos cines forman parte ineludible de mi acervo cultural, o cultureta, que no me importa si es una cosa, o la otra. Nada me gustaría tanto hoy, a mis cincuenta años, que poder llevar a mi hijo putativo de trece a ver "Erase una vez en América" de Leone a una sala de cine. Nada me gustaría más que quedarme otra vez con la boca abierta como me ocurrió allá por el 84 cuando salía del Brooklyn sala 1 de ver la primera parte, y me metía en la sala 2 para ver la segunda. Nada me gustaría tanto como volver a llorar como un descosido al final de "Un Lugar en el Mundo de Aristarain", igual que hice en el 92 en los cines Clarín de Valentín Masip. Pero ahora me resulta difícil llorar en el cine: Los nachos, las palomitas y los sorbidos de la cocacola me lo impiden.

Sí, soy un "hater", o como diríamos los asturianos, un repunante. No soporto que no se trate con su debido respeto a un creador, lo mismo que no se me ocurriría, aunque no soy católico, llevarme una hamburguesa a misa, no entiendo la necesidad que tienen algunos de homenajear a Gargantua y Pantagruel en una sala de cine. Quiero pensar que nada de esto hubiera ocurrido si los cines no se hubieran convertido en centros comerciales y viceversa. Si los cines de Oviedo hubieran mantenido el sacrosanto lugar que deberían ocupar en el centro, alejados de las cadenas de comida rápida, y de los aparcamientos descomunales. Para mí es mucho más sagrado Ennio Morricone y los besos robados que aparecen al final de "Cinema Paradiso" que una iglesia. Esta película de Tornatore ya auguraba lo que le iba a pasar al cine: Ser dinamitado. Pero para mí sigue siendo mucho más nutritivo ver a Björk cantar una horterada maravillosa de "Sonrisas y Lágrimas" en una marciana película de Lars Von Trier, que todos los productos del supermercado que ahora hay donde yo vi "Bailar en la Oscuridad" por primera vez.

Y todo esto, y mucho más que no puedo contar para no sonrojar a mi madre, me ocurrió en Oviedo.

Y todo esto, y mucho más que no puedo contar porque vivimos en la tiranía de lo políticamente correcto, me ocurrió en los cines de Oviedo.

Y aunque sólo fuera por esas primera tetas de Stefania Sandrelli, aunque sólo fuera por jugar a los indios y los vaqueros en el subsuelo del Roxy, y aunque sólo fuera por volver a recordar el olor de la mano de mi madre cuando corríamos para llegar tarde al Campoamor, ya puedo irme, cuando me toque, orgulloso de haber nacido y vivido en esta provinciana, castrante, clasista y maravillosa Vetusta.

Nunca tuve buena memoria, así que es muy probable que todo esto sea mentira?

O no.

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