La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Un niño en un bosque de piernas

Las fiestas de San Mateo son mi infancia, a caballo entre los 50 y 60 del XX. Dejé de participar en ellas adolescente, hace ya medio siglo, por tres razones: porque pasaba miedo, porque detesto los bullicios y porque toda fiesta especial dejó de ser fiesta especial desde que el consumismo propiciara cualquier día como día bueno para montar una fiesta especial. Pasaba miedo porque tenía terror a los cabezudos, más que a los gigantes, y siempre supuso para mí un suplicio que el entusiasmo adulto me obligase a subir al Campo y a la calle Santa Susana donde un monstruo cabezón me golpeaba con saña y con una vejiga, sin que aún hoy le vea la gracia y siga siendo fuente de pesadillas. Y tenía terror al desfile del Día de América, en el que solo veía un bosque de piernas, las piernas de los adultos por todas partes, los pisotones y rodillazos, un guaje diminuto entre aquel bullicio enorme y alborozado, el mundo fuera de mi medida. Me gustaban, claro, las serpentinas, la música, aquellos "haigas", aunque apenas los atistaba. Era un gozo, eso sí, el vicio solitario de las barracas de tiro, cuando fui creciendo. Nunca acerté con el perdigón a un palillo. Pero mi autoestima crecía un mundo al abatir las muy fáciles bolas: un príncipe me sentía bajando la calle Santa Cruz, masticando ruidoso el caramelo del premio. Era un gozo, también, subir a ver a los animales del circo, gozo cortado en seco cuando un elefante hizo por mí y me lamió con su trompa. Eran un gozo, cómo no, los Hermanos Tonetti, un gozo vicario, pero gozo al fin: porque veía a mis padres doblarse de la risa con los chistes, los veía felices y qué cosa encanta más a un chiquillo que ver alegría paterna. Pero el gozo mayor era la venida de los abuelos desde Grao. Cariñosos, casi desconocidos, muy mayores aunque no lo fuesen. Dispuestos a gozar de San Mateo ellos: a admirarlos yo. Venían solo los varones: las mujeres quedaban al cuidado del hogar, ay.

Mis padres procedían de dos aldeas de aquel concejo: Rodiles, por parte de padre, y Panizal. Habían emigrado a Oviedo a mitad de siglo y en el pueblo se quedaron los abuelos al cuidado de la labranza y el ganado. Recuerdo a mi abuelo paterno José ("José Ramiro" para todos) como un hombre elegantísimo la única vez que lo tengo en mi memoria viajando a Oviedo en San Mateo. Traje y porte de señor, un campesino dignísimo vestido de muy domingo. Trato de atrapar su imagen y la encuentro subiéndome de la mano a una función de circo en el Campo de Maniobras. Asistió al espectáculo con respeto silente y serena compostura hasta que llegó el número en que una acróbata (¿Pinito del Oro?) comenzó a balancearse de lado sobre su trapecio, sin manos. Entonces, vi a mi abuelo José levantándose de su silla muy lentamente como si un poderoso pero gastado imán atrajese su vista hacia las alturas. No dijo una palabra. Miraba hipnotizado aquel vaivén. Tieso, absorto, estupefacto: un hombre ante un prodigio. Siguió conmocionado el resto de la función, no abrió los labios hasta que ganamos la calle Pelayo y deteniéndose en seco me regaló un eufemismo que aún hoy uso: "Voy a verter aguas". Entró en "La Perla" (quizás) y salió al rato, aún sin asimilar lo que había visto, cavilante, en otro mundo, en el universo de quien ha vivido lo inefable. Recuerdo a mi abuelo materno Frutos ("Fruto Pipo" para todos) como lo que era: un personaje que protagonizaba cualquier escenario donde se hallase. Alto, boina calada, de madreñas por Oviedo trayéndole muy al fresco el qué dirán, camisa blanca cerrada y sin corbata: un campesino con vocación de líder, voz tronante, risueño, imponente. Había estado en la Argentina, sabía saludar en francés y no apeaba su dicho cadencioso por excelencia: "Jura Dios?". Venía a Oviedo por San Mateo y nos traía manteca, huevos y muchas historias que contaba con parsimonia y alta gracia. Era un hombre para quien una celebración sin cocido de garbanzos no era una celebración. Nunca lo vi sorprenderse, de vuelta ya de todo, hasta el día del Duralex. Comíamos garbanzos en nuestra casa de Pumarín y mi padre -quien, amén de panadero, hacía horas como dependiente en un bazar? decidió mostrarle a su suegro lo nunca visto. Ante la incredulidad y las protestas de Frutos por parecerle imposible la empresa, le anunció que iba a arrojar al suelo un plato y que el plato no se rompería. Silencio expectante. Toma mi padre teatral el plato de Duralex, lo arroja sobre las baldosas de la cocina y allí salta y rebota y vibra y no se rompe. Mi abuelo quedó mudo por primera vez en su vida. Solo respondió a aquel portento pasmoso con un susurro conmovido: "Jura Dios?".

Acabo de caer en la cuenta de que dejé de ejercer de mateín no por repugnancia al barullo, no porque sea juerga ahora cada día y a la menor excusa, no por miedo a comparsas agresivas ni al bosque de piernas. Dejé de unirme al jolgorio cuando mis abuelos murieron. Ya no había que acompañarlos de vuelta al tren del Vasco, siempre con dos horas mínimo de antelación. Ya no podía verlos excitados por lo vivido y disimulando la melancolía del irse. Ya no me empujarían con vigor ni suavidad en la caseta de las barcas fijas, ni me comprarían pastillas de leche de burra, ni cucuruchos de pipas, ni barquillos. Qué chiringuitos, conciertos, teatros, verbenas, fuegos ni bollos pueden compararse a la mirada eterna de un abuelo firme: aquellos que nacieron en el XIX, nada menos, hace ya un millón de años y mil millones de cosas.

Compartir el artículo

stats