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Con Newton en los coches de choque

Los coches de choque eran vehículos pequeños, pesados cual madreñas de tejo, sin capota, puertas ni maletero, con una defensa de goma en torno a su perímetro, dos plazas bien avenidas, forradas de escay, y volante en el centro; circulaban por una pista rectangular, de 24 metros de largo por 12 de ancho, que aupaban medio metro sobre tierra firme. Insertada tras el respaldo del asiento, una pértiga con punta flexible conectaba el suelo de chapas de hierro, que era el polo negativo, con el falso techo de la pista, el polo positivo, una malla de hexágonos de gallinero; dicha pértiga cerraba el circuito de 110 voltios; no bien introdujéramos una ficha de plástico en la ranura del capó, pisábamos un único pedal, el acelerador, y se ponía en marcha el motor asíncrono trifásico. Para dar marcha atrás girábamos el volante 180 grados, y para frenar bastaba con soltar el pedal o embestir a alguien. Y lo mejor, a fuerza de colisionar contra otros usuarios magreábamos a nuestra acompañante, si la hubiera, gracias a la acción y reacción, tercera ley de Newton, a quien tanto deben esta barraca de feria y un servidor, que siempre disfrutó en buena lid, sin perjudicar a terceros.

Las rubias del Ferrol

Los coches de choque fueron mis barracas preferidas a mediados del siglo pasado, cuando celebrábamos con Franco los XXV años de paz y la minifalda dejaba al descubierto muchísimas piernas españolas. En las fiestas del Cristo y del Valle, en septiembre, se instalaban esas barracas en Pravia, en la plaza Marquesa de Casa Valdés, enfrente de la casa donde veraneaban tres hermanas rubias que llegaban del Ferrol para despertar mi adolescencia.

Las horas de más tráfico coincidían con la presencia de las rubias ante la pista de choque. Cinco pesetas que costaba cada ficha de plástico, para arrancar el coche y circular, daban para tres minutos; enseguida sonaba la sirena. Fardar un cuarto de hora con cualquiera de las rubias suponía un desembolso considerable si tenemos en cuenta que el cine costaba tres pesetas, y, un suponer, "El siete machos", de Cantinflas, o "El hombre que mató a Liberty Balance", duraban 108 minutos más el NODO. Hora y media chocando llevaba a la ruina del conductor antes que al siniestro total del vehículo; ni la marquesa de Casa Valdés podía permitirse chocar tanto tiempo. Pero el cine lo teníamos todos los domingos y los coches de choque sólo una semana al año.

Visibilizarme ante las rubias pasaba por invitar a cualquiera de ellas a los coches de choque. Solían aceptar. Se subía una conmigo, para mi regocijo, apretada en el asiento, y de inmediato, como quien anda con oro por tierra de salteadores, me veía obligado a esquivar las embestidas de los codiciosos, prestos a ridiculizarme y sacarme a golpes del polo negativo.

La morena de Oviedo

A finales de la década de los 60 vine a vivir a Oviedo; las rubias siguieron veraneando en Pravia y estudiando en el entonces Ferrol del Caudillo. Nuestras fiestas del Cristo de la Misericordia no eran incompatibles a efectos de calendario con las de San Mateo, una semana después, pero solapaban mal a efectos económicos, puesto que mi paga no alcanzaba ni de misericordia para tanto desenfreno y disloque. O Jesucristo o San Mateo. Opté por el Evangelista, máster en Tributación por la Universidad Católica de Nazaret y recaudador de impuestos en Cafarnaúm. Decidir es prescindir.

Naturalmente, los coches de choque fueron también en esta heroica Oviedo mi barraca preferida, antes que los tiovivos y su eterno retorno, antes que las tómbolas y sus premios de peluche. Los coches de choque me permitían exhibir ante las mozas mi talento en la conducción, derrapando, saliendo de los atascos con elegancia, de culo, y embistiendo de medio lado a quien se interpusiera en mi trayectoria.

Por entonces, a las tres rubias sustituyó una morena, una ovetense que estudiaba en las Teresianas de González Besada, a quien invitaba yo a viajar en aquella pista caótica, plagada de tenorios guasones y malintencionados bajo un cielo raso donde chispeaban burlonas las estrellas.

La pista para chocar en Oviedo la instalaban en el otero de San Pedro de los Arcos. Yo vivía en Pérez de la Sala, tenía que bajar por Calvo Sotelo, cruzar el Campo, escuchar de paso "Se va el caimán", a "Marimbas Punto Azul" en la Herradura, seguir por Marqués de Pidal, cruzar el viaducto Marquina y subir varios tramos de escaleras hasta alcanzar la iglesia neorrománica, de Luis Bellido.

Tarifas

Aunque el precio de la ficha de plástico era fijo, el tiempo que duraba el suministro eléctrico cambiaba sustancialmente en función de la demanda. A mayor cola para subirse a los cochecitos menos daba de sí la chispa de mi vida, antes sonaba la sirena; en consecuencia, el trayecto para conquistar a la morena de ojos negros resultaba asaz breve, no daba ni para versos de cabo roto, si acaso de pie quebrado. La sirena aterradora que marcaba el depósito vacío sonaba demasiado pronto así circuláramos marcha atrás para desafiar el paso del tiempo y me abocara por los agujeros del espacio y los atajos de Gelswattz en busca de la posición primera de los planetas, cuando, según los estoicos, todo vuelve a empezar con la misma persona y los mismos hechos.

En esos principios de los años 70, los mineros asturianos se habían puesto en huelga e importábamos carbón de los países del Este, en consecuencia, había subido el precio para llenar de voltios el coche de choque; no obstante, me las ingeniaba para invitar a la morena de ojos negros, "ochi chornie", en aquellos viajes alucinantes por una pista plana, bien nivelada con cuñas de madera, que se me antojaba de hielo, cuesta abajo, como la canal de Dobresengos. Pero la morena me gustaba más que al arquitecto Romano Patroni (Marcello Mastroianni) la dama del perrito (Elena Sofonova), en aquella inolvidable película basada en los relatos de Chejov; aunque entonces no había leído yo a Chejov ni se había rodado el susodicho largometraje.

La morena subía a mi coche endiablado, metía yo la ficha en la ranura del capó y Dobresengos abajo hasta Caín, pasaba las del ídem mientras Danyel Gerard, como la orquesta del Titanic, cantaba "Butterfly". ¡Mariposa, mariposa, sabes bien que volveré y junto a ti me quedaré! Y la sirena tragaba una ficha, y otra, y otra?, como Petra barquillos.

El Seat 600

Después de múltiples siniestros, hartos de colisiones, cuando la sangre llegaba escaleras abajo a las vías de la Renfe, opté por olvidarme de aquellos escarabajos de defensas de goma, de sus recorridos siniestros, me matriculé en una autoescuela, saqué el carnet para conducir en paz, busqué trabajo, compré un coche de asientos abatibles y, al ralentí, con particulares embestidas y protectores de goma, opté por festejar San Mateo de noche, con la supervisión de Newton: si yo la empujaba a ella, ella con igual fuerza y sentido contrario me empujaba a mí. Nos embestíamos un poco más arriba de la iglesia neorrománica de San Pedro de los Arcos, en una caleya que hoy conduce al Centro de Interpretación del Prerrománico. Preguntadme lo que queráis del arte asturiano.

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