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La Gruta, el último adiós a la gran familia de los Cantón

Los fundadores del que fue gran salón de banquetes y sus empleados forjaron una comunidad que trascendió lo laboral y que aún se mantiene en la actualidad

Los hermanos Cantón, durante un homenaje.

El menor de los hermanos Cantón, Ernesto, fue el primero en llegar a Oviedo desde su pueblo natal, Matalobos del Páramo, en León. Es también el único que sigue vivo, porque Benito, el mayor, y Valentín, hace años que se quedaron por el camino. Aquel niño huérfano salió adelante con sus hermanos, a base de trabajo e inteligencia hasta levantar un complejo hostelero que durante una época fue el más moderno de Asturias. Su éxito se basó en la excelencia, en el producto y en el servicio, y en la consideración de los trabajadores como el activo más valioso del negocio. Hace años que los Cantón vendieron La Gruta, por más de tres mil millones de las antiguas pesetas. Después de ellos tuvo otros dos propietarios. El último ha sido Amado Alonso, que acaba de anunciar que echa el cierre. A pesar del tiempo transcurrido -la primera venta se formalizó en 19 99- La Gruta sigue siendo, en Oviedo, el negocio de los Cantón. Los antiguos trabajadores se cuentan por decenas y siguen en contacto. Los Cantón eran familia y trataban a sus empleados como si ellos también formaran parte de ella: había familiaridad para exigir y la había en el trato, y en una lealtad que iba más allá de lo laboral.

La familia Cantón se abrió paso en Oviedo poco a poco, de negocio en negocio. Ernesto empezó como empleado en una tienda de ultramarinos, luego los tres hermanos abrieron una propia, cerca de la antigua fábrica de armas de La Vega, que se llamó El Bodegón. Después llegó La Jabonera, en el Alto de Buenavista. En 1959, los Cantón compraron Casa Zabaleta, una tienda-bar también en Buenavista, en la que paraban los carreteros. Con el tiempo le añadieron un restaurante y un llagar y la convirtieron en La Gruta, que se llamó así por la cueva en la que ponían a enfriar la sidra y el vino. Era el primer lugar donde parar a tomar algo y comer que encontraban los viajeros que llegaban por la carretera de Galicia. El emplazamiento era una baza y los dueños supieron aprovecharlo con un amplio aparcamiento que en los buenos tiempos atendían dos personas.

José Ramón Faedo González empezó a trabajar en La Gruta en 1961, cuando el restaurante estaba atendido por tres empleados. Se jubiló en 2006, y cuenta que el negocio llegó a tener 90 empleados fijos, más unos 60 que se contrataban como refuerzo los fines de semana. En 1971 se inauguró la primera gran ampliación de La Gruta, y con ella el complejo adquirió la fisonomía con la que, con alguna que otra reforma, ha llegado hasta la actualidad.

Los Cantón, cuenta Faedo, que llegó a ser maitre, "contrataban gente joven e iban haciendo equipo con ellos, a base de horas de trabajo". "Ellos estaban siempre a la cabeza, trabajando como nosotros, se les trataba con respeto, porque eran los dueños, pero si hacían falta manos para fregar platos estaban allí los primeros", recuerda. Las jornadas eran largas, a veces llegaban a las 16 horas, pero la contrapartida merecía la pena. Los propietarios eran generosos, y no había año que los empleados no tuviesen su recompensa en la nómina, y contaban además con su apoyo personal, lo mismo para buscar a un médico cuando un trabajador o alguien de su familia afrontaba una enfermedad que para adelantar la entrada del piso.

La hija de Ernesto Cantón, Maite, recuerda que hasta que tuvo nueve años no veía a su padre, de tantas horas como echaba en el negocio. "Había que vivir allí, el trabajo era duro, para todo el mundo. Se ayudaban, se autogestionaban, tenían su equipo deportivo...", cuenta. Cada año los trabajadores hacían la marcha a Covadonga en bicicleta y esa afición a los pedales se mantenía a lo largo del año. Al salir de trabajar de madrugada no era raro que los más jóvenes cogieran la bici y subieran al Naranco. Había reuniones de empresa, cenas y comidas y una estrecha relación entre muchos trabajadores.

La ética del trabajo la aplicaban los Cantón de forma natural y espontánea, con un trato exquisito a los empleados y a los clientes, y tuvieron el acierto de saber sacar partido al talento de cada uno. Eso sucedía entre los mismos hermanos. Maite Cantón explica que "Benito era el relaciones públicas, era el mayor de los hermanos y la gente lo adoraba, tenía carisma; Valentín trabajaba por detrás, se aseguraba de que todo funcionara, mantenía la maquinaria engrasada; y mi padre Ernesto, el más joven, era el de las ideas, que ponía en marcha las jornadas de la faba, del jabalí..., lo que hiciera falta".

Eugenio Fernández empezó a trabajar en La Gruta con 15 años. A esa edad, o incluso mas jóvenes, se incorporaron muchos. Su carrera, como la de la inmensa mayoría de sus compañeros, es un fiel espejo de la que siguieron los Cantón. Llegó de aprendiz de cocina y fue subiendo en el escalafón hasta acabar de jefe de cocina. Trabajó en La Gruta 35 años.

La lealtad al negocio era compartida por los propietarios y los empleados. Faedo habla de días de ocho bodas, de años de cerca de 250, y de domingos con 17 comuniones. La Gruta no escatimaba en el personal y este no reparaba en esfuerzos, el servicio estaba garantizado. La clientela también era fiel, y se mantenía por generaciones.

Se era generoso en la formación de los empleados. Muchos hablan de sus viajes y sus cursos de formación en Madrid, e incluso en Suiza, para estar a la última. Y la misma política se aplicaba a los proveedores. Eugenio Fernández recuerda que los jamones de Joselito se reservaban con un año de antelación. La bodega era de las mejores de Asturias. Había pescado y carnes a discreción, la carta era amplísima. Había un cetárea en la sidrería, con el marisco vivo, cuando no la había en ningún otro establecimiento de la ciudad.

Alfredo García, Richar, primero camarero y luego jefe de sector de la sidrería, se refiere al pequeño de los Cantón como un hombre de "ideas muy avanzadas", que viajaba y que compartía con sus empleados lo aprendido. Esa profesionalidad llenaba el negocio, lo mismo de eventos deportivos como la Vuelta Ciclista a España o con los equipos de Primera que en su día competían con el Oviedo que de convenciones políticas, del PP al PSOE, de jornadas gastronómicas, actividades culturales o, simplemente, reuniones familiares y encuentros entre amigos.

El profesor Alberto Vilela habla de una historia "digna de contar". Ernesto Cantón le confió sus memorias, que están pendientes de publicación por falta de financiación. "Son un ejemplo de emprendedores en Asturias", afirma, "una historia novelesca, que merece la pena que la gente joven conozca".

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