"Dijo, pues, Dios a Noé: He decidido el fin de todo ser, porque la tierra está llena de violencia a causa de ellos; y he aquí que yo los destruiré con la tierra". El relato bíblico del diluvio universal se materializó ayer en el teatro Campoamor, gracias al cuerpo de baile del Malandain Ballet de Biarritz. "Noé", la obra de Thierry Malandain, convenció al público asturiano en su presentación en Oviedo, gracias a su poderosa coreografía y a la solidez de su cuerpo de baile.

La violencia marcó el inicio del ballet, con la escenificación del cainita atentado sobre Abel. Con la "Messa di Gloria" de Gioacchino Rossini como ajustada banda sonora, el mítico fratricidio lanzó al cuerpo de baile a un frenesí compulsivo y desbordante, un diluvio de piernas, brazos y abrazos que anegó el escenario.

Con una puesta en escena de vocación conceptual, austera y efectiva, los dieciocho bailarines pusieron toda la exuberancia necesaria para llenar el arca en el que se había convertido el escenario del Campoamor. Ordenados por parejas, como las bestias que Dios envió al arca, los bailarines se metamorfosearon en toda clase de animales, en una proteica danza primero reptante, luego saltante, anadeante, volante y, al final, descoyuntada.

La coreografía amenazaba por momentos con abrazar la abstracción, pero en medio del oleaje siempre encontraba un cabo al que asirse, un atisbo de corporeidad que, en sus mejores momentos, se traducía en una sexualidad indisimulada. Todo ello en un ejercicio de vibrante y trabajada coordinación. Porque el pretendido protagonismo de Noé y Emzara (Mickaël Conte e Irma Hoffren) se materializaba sólo a ratos sobre las tablas: en el escenario mandaba una hermosa coralidad, un protagonismo colectivo en el que cada pareja, cada bailarín, era un pilar necesario para sostener el conjunto.

Cuando las aguas remitieron, en un tramo final en el que la escenografía cobró todo el sentido y reclamó su pequeña cuota de protagonismo, la humanidad había renacido, desnuda y hermosa, tras el diluvio. Pero la violencia seguía allí, latente, y de nuevo Caín mató a su hermano Abel, y de nuevo agarró su cuerpo inerte y lo usó para lanar un violento remolino. Acaso el motor de un nuevo diluvio.