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Visiones De Ciudad

Oviedo, la Pequeña Cebolla

Una ciudad levantada capa sobre capa, cada una con su mentalidad

Una vista del valle de Las Caldas. L. N.O.

Pensaba sobre mí misma que era un producto bastante acabado del Oviedín del alma y que cumplía todos los requisitos: había nacido en el Sanatorio Miñor, la casa de mis abuelos fue la única casa que sobrevivió al incendio del siglo XVI y seguía a rajatabla las tradiciones locales; comía garbanzos el día del Desarme, y bollos de chorizo en San Mateo y Martes de Campo; merendaba bizcotelas, moscovitas, carbayones, telvinas y bombones de Peñalba; también tengo un abono para la temporada de ópera; acompaño a las autoridades y a los Recreacionistas en el desfile del Veinticinco de Mayo, que conmemora la rebelión de los ovetenses contra el invasor francés; siempre compré paxarines en la Catedral para protegerme de las tormentas y soy de la SOF. Pero en un momento de mi vida, al volver a mi ciudad después de haber vivido unos años en Madrid, nada de esto pareció ser suficiente, lo percibí en las pequeñas discusiones aunque cuando empezaba a ganar me tenía que enfrentar a un argumento tan escurridizo como irrefutable:

-Como viviste fuera te cambió la mentalidad.

Entonces yo callaba y pensaba que no había servido de nada contemplar la Catedral desde la Casa de la Rúa, vivir en un edificio apodado "Los que vivimos" y no haberme perdido de adolescente ninguna de las fiestas del Tenis. Todo esto se había perdido, como lágrimas en el orbayo, y de nada servían relaciones familiares, ni cumplimiento de rituales. Me di cuenta de que existía una supuesta sabiduría que, todos menos yo, conocían y compartían y que justamente se había impuesto durante el tiempo en que viví fuera.

Me había marchado unos años a unos escasos cuatrocientos kilómetros y eso me había convertido en una forastera que debía empezar desde cero. Mi estatus ya no era el de una ovetense de toda la vida, ahora me sentía como una señora de Murcia que, recién aprobada la oposición, se instala en la ciudad. Constaté que lo que te define como ovetense es la continuidad, la presencia diaria, fichar en una pandilla, pertenecer a un determinado club, tener unos hijos que van a los mismos colegios que los amigos de tu pandilla y salir por los mismos sitios: llueva, truene o tengas gripe. Presencia, constancia y continuidad. Nada de escapaditas.

Pienso que quienes me hacían sentir de esa manera se equivocaban y yo también cometía un error al aceptar con tanta docilidad aquellas opiniones tan categóricas, cuando lo que se piensa en la calle Cervantes no es lo que se piensa en Ventanielles, aunque la distancia entre ambos lugares sea muy pequeña. Pienso que el único problema consiste en que en Oviedo se pasea mucho por sendas y poco por el interior de la ciudad. Así que llegué a una conclusión: igual que Nueva York es la Gran Manzana, Oviedo es la Pequeña Cebolla. Una ciudad que desde la Edad Media se ha construido capa sobre capa, y cada una de ellas con su propia "mentalidad", que considera irrebatible y que no lo es tanto cuando, en un par de kilómetros, pierde todo su sentido. Me lo aclaró mi marido: "En Oviedo cada uno tenemos nuestra tontería, si todos tuviésemos nuestra propia tontería, nos la mediríamos, la compararíamos y ya no habría problemas".

He tenido la suerte de conocer bien las dos capas más opuestas de Oviedo: el cogollo de la cebolla, que para mí es la zona del centro y una de sus capas más externas: la zona rural del valle de Las Caldas.

La primera, la del centro, es donde nací. Es una zona segura, agradable y cómoda, el reducto del Oviedín del alma, un paraíso para grupos de ancianas que, cogidas del brazo, colonizan cafeterías y pastelerías. Refugio de los escasos pijos que han sobrevivido a la crisis y no se han ido a Montecerrao. Pero si tan solo se camina a unos pocos metros del Club de Tenis ya encuentras un barrio y la ciudad empieza a cambiar, se pueden encontrar carnicerías halal y también las ferreterías y mercerías que han escapado del centro, invadido por oficinas. Y si desde Uría se camina cuesta abajo se encontrarán otros barrios, unos con universitarios y otro con ninis. Unos mundos variados con unos códigos de peinado y vestimenta diferenciado y hasta con otro lenguaje, que conviven separados por unos pocos metros. Y si todavía se quiere continuar el paseo, se podrá llegar a las zonas rurales, aún más distintas de la ciudad.

Tengo que reconocer que aunque el Oviedín del alma es interesante y ha sido fondo de magníficas novelas, tengo debilidad por el valle de Las Caldas, el lugar de mis mejores recuerdos. Allí me casé en la iglesia de San Juan de Priorio, igual que el resto de las mujeres de mi familia, y fue allí donde mi hijo hizo su primera comunión. De niña montaba a caballo por las caleyas de Piñera, aprendí a ordeñar vacas, cogí setas junto a jabalíes en los bosques y contemplé las peñas de caliza desde un carro de yerba. Muchos de mis amigos de la infancia continúan viviendo en el pueblo, crían palomas mensajeras y bueyes de arrastre.

Ahora, el valle ha cambiado, el paso del tren ya no marca las horas. Se ha construido un campo de golf y rehabilitado el balneario, muy entretenidos los dos y con un personal muy agradable. La zona se ha llenado de bares y es difícil decidir cuál es mejor. Se ha convertido en zona de paseos dominicales, sobre todo ahora, que va a llegar el buen tiempo y cuando comenzarán a brotar unas flores, pobres incautas, que morirán con las heladas de mayo.

Es en este tiempo de principio de primavera, cuando huele a mimosa y el Campo San Francisco se llena de brotes y de señoras que practican marcha nórdica, cuando pienso que no existe una ciudad más acogedora, cómoda y atopadiza que Oviedo. Que la muy Noble y muy Leal, Benemérita, Invicta, Heroica y Buena, Ciudad de Oviedo. Porque sobre todo es eso: Buena.

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