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VISIONES DE CIUDAD

Un tesoro que no se esconde

El cariño a la ciudad forjado a golpe de visitas familiares

Un tesoro que no se esconde

Era de esas niñas que se mareaban con subirse en el coche, pero tenía una estrategia infalible para vencer esa situación: sacar la cabeza por la ventanilla y contemplar el paisaje que me llevaba hacia el Negrón como si fuera un perro en un anuncio de un coche deportivo.

El viaje desde Madrid se me hacía largo, pero ni la mitad que ese tramo final en el que ya estaba en Asturias pero me faltaba poco para llegar a Oviedo. Y es que ese golpe de aire cargado de humedad y de olor a verde aún lo espero cada vez que llego, como si me viniera un emisario y me dijese "Bienvenida a casa" cubriéndome con ese manto de ambiente ovetense.

Era momento de reencuentros, de jugar con los primos y de comer hasta caer en todas las celebraciones. Me dicen, aunque no lo recuerdo así -bendita niñez-, que la ciudad estaba más sucia y menos cuidada. Quizás era así, pero los niños nacidos en los ochenta presumimos de ser más curtidos que los posteriores, y ni siquiera ver jeringuillas tras esa pequeña valla a la derecha de la iglesia de San Juan nos impedía pasarlo bomba jugando en la calle mientras los mayores charlaban de sus cosas y se tomaban unas sidras. Y eso a pesar de que en la ferretería no quisieran vendernos cadenas para jugar a Caballeros del Zodiaco.

Era época de luces en las calles, de mucha lluvia y frío, de comida caliente de Navidad en el Faro Vidio, donde siempre nos recibía Jorge Ronderos, y de pollo al ajillo en el Muñiz. Era tiempo de volvernos locos de emoción en los recreativos, entusiasmados con cada nuevo videojuego; tiempos de superar los récord de los demás. O, por lo menos, de intentarlo, porque yo era un "paquete" . Eran días de jugar hasta con los corchos de las botellas -daba igual si era para lanzarlos que si era para pintarnos las caras después de haberlos churruscado-, con las chapas, de estar los primos juntos en la calle, de reír por todo y de gastar bromas el Día de los Inocentes. De comer pipas, de ponernos como locos con los paraguas de chocolate que nos regalaba el abuelo y de ver si colaba que nuestros padres nos llevasen al Marchica. "¡Ay, mamá, si tú tuvieras dinero!", decía mi prima mientras soñaba con un centollo del Cantábrico.

Y escapada tras escapada, y también Navidad tras Navidad, nos fuimos haciendo mayores. Descubrimos el cachopo -antes de que el mundo entero se lo quisiera adueñar-, el Teatro Campoamor, las librerías y las exposiciones de pintura de esos grandes paisajistas. Aunque en esto yo siempre tuve lo que ahora llamarían "pase VIP", porque en casa de mis abuelos no había hueco en las paredes que no adornase un óleo de César González-Pola. Sobre todo en aquel salón que se quedaba medio vacío mientras cenábamos en Nochebuena y al que yo me escapaba como si entrase en mi museo particular, y me quedaba pasmada contemplando árboles, ríos, galernas y niñas tristes.

Oviedo se volvió limpio y luminoso. Lleno de quioscos, macetas y farolas. ¿Es que aquí no hay grúas? ¿Aquí no abren las aceras cada dos por tres? Debe de ser que en Oviedo encontraron el tesoro antes que en Madrid -como dijo Danny de Vito- o quizás que la ciudad es el propio tesoro. No hace falta abrir zanjas para darse cuenta.

Toda la vida, cuando he estado lejos, he echado en falta ese tesoro: ese toque antiguo, medieval, vetusto, y a la vez luminoso y cálido que tiene la ciudad de Oviedo. Perderse por las calles antiguas es un verdadero placer en el que puedes verte caminar del brazo de la Regenta o presenciar mil veces la trágica historia de amor de los amantes de la calle del Rosal. Quizás es por eso que me oriento tan mal. Porque, si hay algo que me gusta, es perderme en estas calles.

Oviedo siempre será para mí un lugar de reencuentros. Y esta dulzura, esta alegría de familia, de cariño, de abrazos, llena de un aura cálida cada visita a esta maravillosa ciudad. Soy una loca de las catedrales, de las calles antiguas, de los paseos que te calan bajo el paraguas, pero también lo soy de los abrazos, de la Navidad, del verano, de la primavera o de cualquier momento que me dé la excusa para volver a caminar por sus calles.

Oviedo ha mejorado con los años. Está más limpia, mejor iluminada, "se ha sacado mucho partido", que diríamos si fuera un adolescente aprendiendo a encontrar su estilo. Pero su encanto reside también en que no ha perdido esa esencia de toda la vida. Llegas y piensas que, aunque está más guapo, sigue siendo tu hogar, el de siempre. No te sientes un extraño, no crees estar en otra ciudad. El adolescente ha pegado el estirón y ahora es un chico de bandera.

Esta es una ciudad que te acompaña siempre. Cuando estoy lejos, y hace tanto calor que no puedo dormir, pienso en Oviedo. Cuando lleva dos meses sin llover y el cuerpo y el espíritu piden unos días de lluvia, pienso en Oviedo. Cuando paseo por un parque en el que la hierba amarillea, pienso en el verdísimo Campo San Francisco; en definitiva, en Oviedo. Cuando quiero volver a momentos felices? ¡pienso en Oviedo! Cuando tengo nostalgia y ganas de familia, de sonrisas y de muchos abrazos? ¿en qué lugar voy a pensar si no es en Oviedo?

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