El pintor Jaime Herrero murió de un infarto a las 9 de la noche del viernes en la residencia Vital Centro de Lugones, donde residía desde hacía cuatro meses, después de un ingreso en el Hospital Monte Naranco por una crisis diabética. Tenía 83 años. Además de un artista plástico destacado, fue decorador, ceramista, publicista, dibujante en el Centro Territorial de TVE, humorista gráfico, poeta y un activista cultural que estuvo en el origen del premio "Tigre Juan" y en la fundación de Tribuna Ciudadana.

Nació durante un bombardeo en Gijón, murió en medio de una pandemia y en sus ocho décadas de vida musculó un ingenio que le convirtió en un prodigioso narrador oral con memoria fantaseada y humor indesmayable.

Hasta los 30 años no tuvo ciudad. Su infancia, errante por la guerra, pasó por Valencia y por un campo de refugiados en el sur de Francia, se detuvo en el barrio de Argüelles de Madrid, en una casa con huéspedes, durante la posguerra. Viajó en tren de Madrid a Triongo, solo y niño, para comer. A partir de los 10 años su padre fue un ausente a cuyas brillantes intermitencias atribuyó sus inquietudes artísticas nacidas de los tebeos que le compraba, las visitas juntos al Museo del Prado, las entradas al cine y los paseos a las tertulias de los cafés y a los talleres de pintores. Lo perdió cuando Jaime tenía 17 años. La memoria, que Herrero definía como "el mejor amigo del hombre" para reconstruir su vida, agrandó la figura de aquel productor y distribuidor de cine que se retrató con sombrero de Tom Mix.

Habitado por la creatividad y la furia, fue un estudiante rebelde que chocó con las instituciones en colegios de Madrid y Villaviciosa y acabó el bachiller en el Hispania de Oviedo, aposentado con los tíos paternos en la singular casa de Cervantes 13, donde hoy está el hotel Barceló, que recibe con un cuadro suyo. De la infancia guardó miedo negro, recuerdos grises y fantasía multicolor para fascinar niños.

Sin vocación, empezó Derecho en el Madrid de la revuelta de 1956 en las filas del carlismo y lo continuó con igual ánimo en Oviedo hasta que hizo la maleta y partió al París de los artistas a pintar y ayunar hasta la alucinación. En la primera bohemia coincidió con el artista langreano Eduardo Úrculo. En París pintó "Una guerra civil" -el tríptico expresionista y feroz que luce el Museo de Bellas Artes-, y con brocha gorda y arnés en altura, el hierro de la torre Eiffel. En 1968, sin revolución alguna por su parte, dejó un trabajo en la Renault y regresó a Oviedo, donde se presentó con una triple exposición en las galerías Benedet y Nogal y el hall de Palladium, cine de arte y ensayo.

"Eché raíces y no hubo más estaciones que las meteorológicas".

De ahí viene su sintonía con la cultura local -Juan Cueto le llamaba "el sincronizador" porque vivía en el presente cuando España iba con retraso- y los ambientes de izquierda. De entonces, entre otras actividades fugaces, es su fracasado primer matrimonio y la colorida fachada del Pico's que recibe a la entrada de la carretera de Mieres. "Hasta los 40", según sus palabras, "viví como un salvaje".

En adelante, trabajó como dibujante de TVE en Asturias y se casó con María José Martínez Navia-Osorio, Coté, una mujer con personalidad y criterio. "Durante muchos años fui un mecano sin instrucciones", decía de su vida antes de conocerla.

Tuvieron un hijo, Yago, que compartía muchos gustos de Jaime -siempre en renovación- y la meta de ser artista plástico. Estaba estudiando Bellas Artes en Salamanca cuando murió, con 20 años, fulminado por un accidente cerebrovascular mientras jugaba al voleibol. De esa grieta de hace 24 años salió el autor de poemas que dejó dos libros "Trementina Street" (2004) y "La puerta del laberinto" (2014).

Con sus decoraciones de los cines Clarín, sus sonadas exposiciones, las tintas de un Oviedo con criaturas indigentes y líricas con las que se lograba "sonreír de llanto" (términos con los que las describió el lingüista y académico Emilio Alarcos), su apoyo a las iniciativas culturales jóvenes; su carisma sentimental y artístico que le hizo protagonista de dos documentales con 30 años de diferencia, (un mediometraje de Eusebio Tuya y un largometraje de Ángeles Muñiz) Jaime Herrero se convirtió en una presencia de Oviedo que aseguraba una charla inteligente y entretenida, exquisita extravagancia en medio de costumbres y límites, color vivo contra fondo beige. Los paseos de este flaco de penacho blanco, perfil largo y semita, mirada filipina, espalda cargada, manos de joven y elegante sport tenían un lento regreso con paradas para saludar a todo tipo de personas.

"Atraigo a todos los locos".

Hace cuatro años, después de un cáncer que el pintor no supo entender y de una muerte que no logró aceptar, enviudó de Coté y el mecano volvió a quedar sin instrucciones. Renqueó sobre la soledad amarga con amigos y conocidos, tebeos, películas de animación, soldados de plomo, historias de batallas y memorias carlistas. Hizo carteles y unos teatrillos deliciosos que preveía exponer y sacó destellos del viejo mecanismo:

-¿Qué tal en la residencia?

-Bien, tengo una ventana que da a una caleya, pero he pedido que me cambien el paisaje por otro alpino para ver cumbres nevadas.