El misionero ovetense Carlos Bascarán Collantes, hijo del oftalmólogo Antonio Bascarán, ha fallecido en Brasil a causa del coronavirus. Así lo confirmaron ayer desde la congregación de misioneros Combonianos, a la que pertenecía desde hace más de 45 años. "Informamos que Carlos Bascarán, misionero comboniano del Corazón de Jesús, falleció hoy en el hospital de João Pessoa después de varios días ingresado por covid-19, durante los que permaneció sedado e inconsciente sin sufrimiento", explicó la congregación en un comunicado.

"Carlos recibió toda la asistencia médica posible y, hoy (por ayer), el sacramento de la unción de los enfermos. Manifestamos la proximidad a su familia -que lo acompañó paso a paso desde España- y de la familia comboniana. Será enterrado hoy (por ayer), acompañado de pocas personas, como indican los protocolos de salud", continúa el comunicado, que detalla también "un fuerte sentimiento de gratitud por los más de cuarenta años que este misionero ha dedicado a Brasil". Los Combonianos brasileños, a los que pertenecía, mostraron también su agradecimiento "a los profesionales hospitalarios por la atención a nuestro hermano".

Carlos Bascarán había cumplido el pasado 15 de marzo sus bodas de oro sacerdotales, y unos días después, el 21 de marzo, los 50 años de la primera misa que celebró en las Pelayas. Su hermana María Teresa (Cuca) Bascarán destacaba ayer algunas ideas de los muchos mensajes de condolencia que ha recibido la familia. Así, muchos les han hecho llegar la importancia de un hombre que "tuvo una vida plena" y que "siempre estuvo entre los más pobres, lo que suponía un ejemplo para todos"

Carlos Bascarán Collantes nació en Oviedo el 11 de junio de 1941. Estudió Químicas, pero 'un día leí en la Biblia que Dios vomita de su boca a los tibios y me quedó tocado el corazón', explicaba en una entrevista en LA NUEVA ESPAÑA, diario que le había distinguido con el galardón de "Asturiano del mes" en junio de 2005. Más tarde, al experimentar que el fútbol, que practicaba con buenos resultados, y lo demás (novia y tuna universitaria) le dejaba "vacío", cayó en sus manos la revista "Mundo Negro", de la congregación de los Combonianos, y leyó en ella que se necesitaban jóvenes para acudir a misiones. Así lo hizo.

Ingresó en la congregación en octubre de 1962 y realizó estudios de espiritualidad, Filosofía y Teología entre Navarra, Valencia y Oporto. Ordenado sacerdote en 1970, trabajó después con jóvenes en Palencia y en 1973, tras un destino frustrado en Uganda, Carlos Bascarán vio cumplido su deseo de ser misionero, concretamente en Brasil. Trabajó en las diócesis de Vitória del Espíritu Santo y luego en Salvador de Bahía, en tiempos en los que se alumbraba la teología de la liberación y donde su labor primordial era la de crear comunidades de base en las que la línea de trabajo era: "participación, Jesucristo en el centro, la Iglesia somos nosotros y cada cual tiene su ministerio, y vamos a comprometernos con la justicia y la fraternidad", decía.

En 1992, Carlos Bascarán es destinado a Açailandia, en el interior de Brasil, donde también acude a trabajar como misionera laica su hermana Carmen. Allí crean el Centro de Defensa de los Derechos Humanos, contra el trabajo esclavo en las haciendas. Una escuela de fútbol y una radio comunitaria completan las tareas. Carmen Bascarán trabaja allí durante 15 años, pero Carlos se va antes, para desempeñar el cargo de provincial de los Combonianos para la mitad de su otro país, Brasil.

Pese a que llevaba gran parte de su vida allí, Carlos Bascarán se sentía muy unido a Asturias y a Oviedo, su ciudad natal, a la que regresaba cada dos años. Lo hacía para visitar a la familia y hacerse revisiones médicas. La última vez que estuvo en Oviedo fue el año pasado. Pasó dos meses y medio en la ciudad y regresó a Brasil el 12 de septiembre. El día antes se reunió con sus compañeros de juventud, con los que jugaba al fútbol, una cita que era fija en esos viajes a casa.

Siempre tuvo pasión por el fútbol y no fue mal jugador. La relación con el deporte del balón comenzó precisamente durante su niñez en Oviedo. Primero jugó en el equipo de su colegio, el Loyola, y después pasó por el Foncalada, la Juventud Asturiana y por el Vetusta, el filial del Real Oviedo. Una vez que se ordenó como sacerdote tampoco abandonó el deporte. Siendo ya misionero jugó en el Maia-Oporto de Portugal y al llegar a Brasil se enroló en las filas del Deportiva Ferroviária, un equipo del Estado del Espírito Santo que disputaba sus partidos en una categoría equivalente a la Tercera División española. "La gente no se podía creer que un sacerdote jugase al fútbol, las primeras veces vino hasta la televisión. Decían que era un cura bueno en misa y con la bola", aseguraba entre risas en esa última visita a Oviedo. Estuvo hasta los 39 años jugando federado, pero no fue hasta los 75 cuando colgó las botas. "Después ya jugaba con amigos en pachangas. El fútbol me ha servido para mantener el cuerpo en forma, para disfrutar, para aprender a ganar y perder, para saber jugar en equipo y para crear relaciones de amistad", subrayaba.