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Un paseo por las entrañas de Oviedo

A tres metros bajo tierra, en las cloacas de la ciudad, con las aguas fecales a la altura de los gemelos, operarios de Aqualia pasan revista a una estructura de más de un siglo

Un paseo por las entrañas de Oviedo JULIÁN RUS

Superficie, 22.30 horas. A un lado de General Elorza, los coches circulan con normalidad aunque hay poco tráfico, lo habitual de un miércoles por la noche; el otro está cortado por obras. Sobre una alcantarilla con la tapa levantada hay un trípode del que pende una polea que va bajando operarios. Vestidos como astronautas, uno tras otro, se van perdiendo bajo el suelo de la ciudad.

"Ahí abajo hay gases inflamables y vapores tóxicos. Principalmente metano y monóxido de carbono. También puede faltar oxígeno. No tenemos botellas para todos, así que no os alejéis mucho de la boca de hombre", recita con cara de pocos amigos uno de los operarios de Aqualia, preocupado por evitar riesgos innecesarios. El resto de sus compañeros, joviales, va repartiendo el equipo. Botas de plástico de caña alta, guantes, casco, arnés, linterna y una mascarilla tan grande como incómoda y que hace olvidar hasta la última queja sobre las famosas FPP2.

"En esas alcantarillas también hay ratas así de grandes", dice separando las manos a la altura de los hombros uno de los trabajadores de la concesionaria de aguas.

"No, ratas no, que ya las hemos matado a todas", tranquiliza otro de ellos mientras le coloca un mosquetón en la espalda a Nacho Cuesta (Cs). Teniente de alcalde y recién nombrado coordinador en Asturias de su partido, el político ovetense está a punto de descender a los infiernos de la ciudad. Lo hace para ver el trabajo de sus hombres e inspeccionar de primera mano la infraestructura. Se trata de una parte de la red de saneamiento que tiene más de un siglo de antigüedad. Su deterioro produjo un hundimiento en la calzada el pasado 15 de julio que fue solventado con rapidez. Ahora, los operarios cuidan que todo siga su curso, que no haya filtraciones ni emanaciones de tóxicos.

Subsuelo, 22.45 horas. Mientras arriba un miembro de la empresa avisa de que si "salta" el medidor de gases venenosos o inflamables hay que cancelar la "excursión", más abajo cuatro trabajadores recorren un espacio angosto altamente equipados y cargados con botellas de oxígeno. Caminan encorvados por una cloaca de metro y medio de altura. Las aguas fecales les corren entre las pantorrillas. Inspeccionan el tramo que ocasionó el hundimiento en la carretera, lo que en la superficie sería ir del cruce de General Elorza con Foncalada hasta la rotonda de la Cruz Roja. Por fortuna, el medidor no salta. Y la estructura, aunque antigua, resiste y no existe riesgo de que vuelva a ocurrir lo mismo. Por lo menos en un tiempo. Recorrido el espacio hasta la siguiente alcantarilla se van enganchando mecánicamente a la polea, sus compañeros sobre el asfalto tiran de ellos y vuelven a emerger en el mundo.

Superficie, 23.00 horas . La mascarilla de protección química, pese la incomodidad y sus dos grandes filtros rectangulares, no le quita nada de eufemístico a los términos "colector" o "saneamiento". El olor cerca de la alcantarilla es penetrante. Pero no hay quejas cuando recuerdan que también protege del coronavirus, transmisible a través de las heces. Y, ahí abajo, están las de toda la ciudad.

Nacho Cuesta, que dirige la concejalía de Infraestructuras -un bien muy preciado políticamente- sabe que hay una parte de Oviedo en la que (casi) nadie repara, que no queda bien en la foto y para la que no hay inauguraciones. "Algo a lo que nadie le importa hasta que hace falta", sentencia. Es por eso que se resigna a enganchar su mosquetón al trípode y descender tres metros por el estrecho hueco hasta clavar sus botas en lo menos grato de la ciudad.

Subsuelo, 23.15 horas. Durante el incómodo descenso, el olor se hace más intenso. Y según se baja, las indicaciones y advertencias, dadas a gritos desde el asfalto, terminan ahogadas por el correr de las aguas. La oscuridad sería absoluta de no ser por las pequeñas linternas. Cuando enfocan hacia los pies, bajo la luz, el agua muestra un color verde, pálido y opaco. Cuesta caminar agachado tras Jony García, el operario de la empresa que hace de guía. Por la boca de hombre se oye por última vez un "no os alejéis mucho". El camino es monótono y las aguas marcan la dirección hacia una negrura sin final.

Tras permanecer en la cloaca durante unos minutos el olor se deja de sentir. No porque deje de oler, más bien se trata de un curioso fenómeno neuronal. El cerebro parece decir "basta". La antigüedad del colector se hace especialmente patente en varios tramos, una zona deja ver unas viejas vigas de madera que ya no se emplean en la construcción. Por lo demás, el camino es unidireccional y monótono. El único rastro de vida son las abundantes telarañas, que presentan en algunos puntos un envidiable blanco nuclear que ya han perdido los monos protectores.

A ambos lados de la estructura con forma de túnel en miniatura, van apareciendo tuberías. Operario y concejal inspeccionan los "afluentes" que contribuyen al caudal que alcanza en algunos puntos zonas peligrosamente cercanas de la bota. Hasta que consideran que es suficiente y que toca dar media vuelta. Deshacer lo andado. No parece tener pérdida.

Superficie, 23.30 horas. Los operarios que están sobre el asfalto se dividen y levantan la siguiente tapa de alcantarilla. Crecen los nervios. Está pasando demasiado tiempo. Pero bajo tierra no existe la hora. "¡Jony!" gritan repetidamente desde ambas bocas de hombre. "Salid por donde entrasteis", dicen por última vez.

Subsuelo, 23.30 horas. La cámara se empaña constantemente por la humedad que sube de las aguas. Va sin flash, por miedo a que cualquier chispa reaccione con el gas metano. La mascarilla comienza a resultar odiosa. Hace daño sobre la nariz y bajo la barbilla. La capucha del mono se desliza bajo el casco y cubre los ojos. Caminando contracorriente y con el campo de visión reducido a la mínima expresión solo se aprecian las aguas. Y, ahora sí, su contenido. Arrastran preservativos, compresas, plásticos, toallitas y botellas. En aquellos puntos en los que hubo pequeños derrumbes estos elementos se van quedando para siempre. La materia orgánica los une creando repulsivos "diques" en los que el caudal del agua crece más de lo deseable.

Una voz rompe la monotonía del correr del agua. Un "¡Jony!" a gritos se oye repetidas veces. La voz parece venir de todos los lugares. El guía trata de responder para tranquilizar a los que esperan en la superficie. El camino, por fácil que pareciese, sí que tenía pérdida. "Ya me parecía que habíamos andado mucho", reconoce el concejal, que cae en la cuenta de que la boca de hombre ha quedado atrás. Hay que dar la vuelta y seguir de nuevo las aguas.

Superficie, 23.45 horas. Desde la alcantarilla destapada en la que espera el trípode se ve, abajo, la primera figura. Todos los operarios se ponen en movimiento, lanzan la cuerda y tiran para sacar a los que quedaban bajo tierra. Uno tras otro, igual que entraron. El que informaba de los riesgos respira tranquilo y el resto de trabajadores de la empresa observa divertido lo complicado que resulta deshacerse del equipo cuando no estás acostumbrado. Cuando Cuesta termina de quitarse el traje ya es medianoche.

Los operarios se despiden: "Siempre que queráis volver al infierno, avisad. Estaremos encantados de enseñároslo".

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