Oviedo tiene hambre de escenario. Se nota en la agilidad con la que se agotan las entradas vía web, en la puntualidad del público, en esos ojos abiertos de par en par que pueblan ese patio de butacas mutilado por el covid, que obliga a dejar más sitios libres que disponibles. Pero eso no confunde al respetable, que defiende su criterio, su gusto, su proverbial exigencia. Ayer, en el teatro Filarmónica, el público ovetense se reencontraba con la danza de la mano de Lucía Vázquez y Satoshi Kudo, que ofrecieron un espectáculo minimalista, reflexivo y hermoso. Una actuación que recibió un tronante aplauso de un público agradecido, que entró al Filarmónica emocionado por volver a ese templo de las artes escénicas y salió conmovido por el despliegue de los dos bailarines.

Asistir a “Mazari”, el proyecto de Vázquez y Kudo, es un ejercicio doble de nostalgia. Por un lado, está la nostalgia del tacto, de esa distancia social cero a la que estábamos acostumbrados. Por otro, hay una nostalgia preventiva, porque ya hay quien mira de reojo el calendario temiendo nuevos hachazos del Principado a los espectáculos en vivo. Aunque no ha lugar: anoche, probablemente no hubiera en Oviedo lugar más seguro que el Filarmónica, con una separación exacerbada en el patio de butacas y con unas estrictas dinámicas de entrada y salida.

El teatro estaba lleno hasta donde permite el protocolo, lo cual es una pena porque Lucía Vázquez y Satoshi Kudo merecían más. Merecían un lleno de verdad. Desde una puesta en escena minimalista, apenas tres paneles rompiendo la línea del telón, los dos bailarines construyen una historia de dos seres que, más que encontrarse, se intuyen. Kudo, que puede ser frágil y vigoroso en el mismo movimiento, presentaba a un ser roto, descoyuntado. Vázquez, que es capaz de hacer de su cuerpo una máscara y de su gesto un escorzo, era un sueño anhelante y esquivo, que al tiempo desequilibraba y sostenía a su partenaire, lo guiaba y lo confundía, lo convertía en un huso de hilar, en una sugerente posición que encontraría eco al final, con ella tornada en bailarina de una caja de música.

No deja de ser sugerente la coincidencia de “Mazari” en Oviedo con el reestreno en cines de “Deseando amar”, la obra maestra de Wong Kar-wai, otra pieza que trabaja sobre el descubrimiento, la atracción y la complicidad de una pareja. Durante gran parte del espectáculo, Lucía Vázquez y Satoshi Kudo no coinciden en escena, dejándose el espacio preciso para presentar, desarrollar y profundizar en sus distintos roles.

En esos pasajes, ambos bailarines demuestran su pericia, su gracia. Pero cuando “Mazari” despega definitivamente es con los dos en escena, mostrando una química desbordante que anega el patio de butacas, hasta alcanzar el clímax en esa colisión final de cuerpos y anhelos, cuando ambos se tocan y se aman, cuando se destierra la distancia y se produce esa mezcla que anticipa el título en japonés del espectáculo. Después llegarían los aplausos, muchos aplausos, y ese adiós que es “hasta luego” al añorado teatro. Porque Oviedo tiene hambre de escenario.