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Los dos vidas de Olena Kosenko

Dejó Ucrania hace 19 años, se instaló en la Corredoria, reunión a sus hijos, logró un trabajo fijo y ahora cuenta su vida en un libro

Olena Kosenko, en La Corredoria. | Irma Collín

De Ucrania salieron millones de mujeres tras la desintegración de la Unión Soviética, y una de ellas fue Olena Kosenko. Tras diecinueve años en Oviedo ha decidido escribir su historia de emigrante y plasmarla en un libro que ha titulado “Zlotyi, dolar, euro. Historia de una zarobitchanka que no quería llorar”, un relato desgarrador y emocionante que cuenta un largo viaje sin retorno: el de una mujer valiente que dejó todo atrás con una sonrisa.

Aún hoy Olena Kosenko se emociona cuando relata el día que se marchó de Ucrania para trabajar en Polonia como recolectora, paso previo para obtener el dinero necesario para dar el salto a aquella otra Europa lejana vista como una tierra de promisión económica.

El destino fue Oviedo porque aquí Olena tenía a una amiga de la Universidad casada desde hacía años. “El marido de mi amiga me ayudó a buscar trabajo; nunca olvidaré cómo me acogieron”, asegura. Tampoco se quita de la memoria la gran impresión que le causaron las fuentes repartidas por toda la ciudad. “Me sorprendieron mucho las fuentes. En Ucrania en las ciudades puede haber una o dos como mucho; de hecho los jóvenes quedan en la fuente, aquí tendrían que especificar mucho más”, señala. La amabilidad de la gente fue otra de las cosas que se le quedaron clavadas para siempre. “Yo venía de un antiguo país soviético, con otro tipo de mentalidad, no estaba acostumbrada a la amabilidad que se encuentra en España”, recalca Olena.

A las tres semanas de su llegada a Oviedo ya estaba trabajando como cuidadora en una casa de la calle Gil de Jaz. “Estuve allí un año y medio y me trataron fenomenal”, señala. Olena se muestra convencida de que su testimonio puede servir a muchas personas, que como ella, tienen que dejar su tierra natal. “Es importante para mí contar que es posible empezar de nuevo; nunca quise llorar, solo mirar adelante”. Lo dice y no puede evitar pensar en el dolor que sintió cuando tuvo que dejar a cargo de su hermana a sus dos hijos: los gemelos Valik y Lesyk, con tres años recién cumplidos.

Olena acababa de divorciarse y su autoestima no pasaba por sus mejores momentos. “Tambien quiero dirigirme a todas esas mujeres que en un momento dado dudan de sus capacidades por obra de sus maridos”, indica.

Sacrificarse por los hijos

Olena vive en La Corredoria, trabaja en el servicio de limpieza del HUCA, tiene plaza fija, es filóloga y adora la pintura italiana del Renacimiento. La vida no le ha permitido desarrollar su vocación profesional pero espera que sus hijos, ya en edad universitaria, tengan otras oportunidades. “A mí no me importa sacrificar lo mío por ellos; preferí un trabajo con contrato estable que dar clases y no me arrepiento”, asegura. Ahora recuerda a menudo aquellos años de su niñez en la ciudad de Storozhynets cuando miraba un mapa de España y le parecía todo tan lejano. “Nunca pensé que viajaría hasta aquí y haría una nueva vida para mí y para los niños”. No solo eso, en Oviedo volvió a casarse y fundó la Asociación de Ucranianos de Asturias. Cuando llegó a la ciudad casi nadie sabía donde estaba Ucrania, ahora las cosas han cambiado, dice, “y mi país está un poco más cerca del corazón de los ovetenses”.

“Aquí me he encontrado a personas a las que miraba como héroes, y realmente lo son”, relata. Lo que no consigue es olvidar el verde de su tierra, cerca de los Cárpatos. “En tu corazón siempre piensas que lo tuyo es mejor. Los emigrantes dividimos nuestro corazón, el mío está entre Oviedo y Ucrania, dos patrias a las que no pienso renunciar”.

El regreso de los hijos y un olvido en el parque de Pumarín

“Mi gran dolor fue dejar a mis hijos de tres años en Ucrania; le pedía a mi hermana que pusiese fotos mías para que no me olvidaran y no me viesen solo como una voz en el teléfono”. Olena Konsenko aun se emociona cuando habla de aquellos años duros, sola e intentado sacar todo adelante para traerse a su familia. Lo consiguió, aunque para ello tuvieron que pasar seis años eternos. Los niños tenían nueve y una tarde jugaban con unos patinetes en un parque de Pumarín. La equipación protectora era un tesoro para ellos y la dejaron perfectamente embalada en un banco. Una niña se la llevó. Los pequeños, que apenas hablaban español, no la pidieron y se quedaron sin aquellos regalos. “Les dije que deberían haberlo pedido, pero también entendí cómo se sentían”.

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