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Pascal Avit | Anticuario

“Soy un rastreador de objetos; nunca trabajo en internet, no me interesa”

“A veces ocurre el milagro y de pronto te tropiezas con un Velázquez desconocido o con un meteorito con millones de años”

Pascal Avit, con la cabeza de Cristo que compró cuando tenía 17 años. | Irma Collín

Pascal Avit, (Clermont-Ferrand, 1957), es uno de los últimos anticuarios, en el sentido literal de la palabra. Fue un gran jugador de rugby en Francia y la convalecencia de una lesión le animó a visitar a su hermana, que era profesora de francés en el instituto Alfonso II. Llegó con su abuela, que conducía mientras él la ayudaba a cambiar las marchas. Aquel primer viaje fue el prólogo a un encuentro con la ciudad en la que se quedó para siempre. Aquel joven francés, ejecutivo de éxito en una empresa farmacéutica, encontró en Oviedo el lugar ideal para poner en marcha su sueño: un negocio de antigüedades.

–Llegó a Oviedo a principios de los años noventa y decidió quedarse para siempre.

–Mi hermana pasó un año aquí como profesora de francés.

Tuve un accidente jugando al rugby y vine a visitarla en un viaje muy divertido, en coche, con mi abuela. En Oviedo conocí a mi mujer. Me casé y no quise volver a Francia. En cambio ella sí quería irse.

–Trabajaba para una compañía farmacéutica y lo dejó todo...

El trabajo era bastante estresante, en el ámbito de los ensayos clínicos lideraba un equipo grande y la verdad, no me veía haciendo lo mismo toda la vida.

–En realidad lo que quería era vender antigüedades. 

–Las antigüedades y el mundo que llevan aparejado me han interesado toda la vida, me viene de familia. Mi madre también se dedicaba a ellas. Es un negocio pero a mi no me mueve el dinero, es mucho más que eso.

–¿Quiere decir que lo que de verdad le gusta es el ritual de buscar piezas?

–Sin duda, es fascinante. Sólo compro cosas que me gustan mucho. Soy un rastreador.

Huyo de las modas. De hecho, no trabajo en internet ni me muevo en las redes, no me interesa en absoluto, tampoco lo necesito.

–Suena raro, ahora que el comercio on line está en auge.

–Internet es una competencia desleal. En la red no se pagan impuestos. Para un anticuario como yo, es difícil ser competitivo en este marco. Si una de las piezas que vendes tiene un problema, el cliente debe tener las garantías de que se le arreglará. El único modo de sobrevivir es ofrecer cosas muy especiales.

–¿La pandemia ha cambiado mucho la forma de trabajar en su sector?

–El coleccionista está muy frustrado porque no puede salir a “cazar”. Los movimientos están limitados y la gente ya no va a la búsqueda de piezas. A mí me gusta decir que más que clientes tengo amigos.

–En 2016 cerró su tienda de Oviedo. ¿La echa de menos?

–Cerré en 2016, sí, pero realmente me gusta más mi papel de asesor. Valorar un objeto es muy complicado, puede haber muchos matices. El cliente es el que debe juzgar si le merece la pena pagar un precio determinado por algo. También soy consciente de que una parte de mi profesión es ser un rompedor de sueños.

–¿Es frecuente que la gente sobrevalore lo que tiene?

–A la mayoría de las personas les parece que lo que obra en su poder, comprado o heredado, es muy valioso. Ahí es donde entramos en juego nosotros. Yo he tenido que hacer peritajes muy complejos, por ejemplo en el mundo de la pintura. A veces se da el caso contrario, ocurre el milagro y de pronto te tropiezas un Velázquez desconocido o con un meteorito con millones de años.

–Eso suena fantástico, pero tampoco será lo habitual.

–No es lo habitual, pero entra dentro de lo posible, de hecho sucede.

–Suele decir que le gusta mucho el arte popular, ¿a que se refiere exactamente?

–A todos esos artistas y profesionales anónimos que embellecen un objeto usual. Por ejemplo, el trabajo de un carpintero o de un ebanista que dejan su sello personal en un mueble o en un utensilio cualquiera de uso diario. Esa es la esencia del arte. Alguien que da valor a algo con un trabajo que es su medio de vida, pero que a la vez realiza con devoción y vocación. Es algo que ya casi no existe. En Francia lo llamamos “arte bruto”, una creación que no tiene ninguna referencia a una escuela ni corriente, pero que destila sensibilidad.

–Las antigüedades han sido usadas por otras personas, ¿eso es un plus o una desventaja?

–En España no funciona lo de segunda mano. En otros países es diferente. En Alemania, las cosas de bebé son casi siempre usadas. En cierta ocasión tuve que hacer un regalo allí para alguien y me llevaron directamente a un establecimiento de ese tipo.

–¿De qué pieza no se desprendería nunca?

–De un meteorito que compré en Castilla a un chamarilero al que se lo había dado un pastor.

Es el objeto más antiguo que poseo. Hace veinte años que lo tengo y no lo pienso vender.

–¿Alguna cosa más que se merezca el indulto?

–Una cabeza de Cristo de principios de siglo XVIII que compré con 17 años. Nunca la vendería tampoco. Procede de un taller de Borgoña y mi padre me prestó el dinero para comprarla. Está hecha en madera de tilo y todo apunta a que estuvo policromada, ya que en algunas partes se aprecian restos de pintura. La verdad es que hay tantos vacíos en la historia... Para tener una idea exacta de algo hay que contar con documentación.

–Entre sus clientes hay personas conocidas de dentro y fuera de Asturias. ¿Le piden que busque cosas difíciles de encontrar?

–A veces sí. Pero me apasionan los retos. Tengo la suerte de comprar objetos que me gustan y transmitírselo a otros. Nos convertimos en custodios del arte.

–¿Oviedo es un buen lugar para localizar obras de arte?

–No, no demasiado. En cambio, en los núcleos rurales de Asturias se encuentran cosas muy interesantes. El trabajo del barro me gusta mucho. En un viaje a Toro, (Zamora), me encontré con que unas tinajas de barro estaban siendo guardadas para siempre, tapiadas detrás de una pared. Tuve que prometer a uno de los lugareños que a cambio de destruir el tapiado a martillazos y quedarme con las tinajas, les pagaría una puerta nueva hecha de aluminio. Realmente, los anticuarios hacemos que las cosas no desaparezcan.

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