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Un laboratorio a pedir de boca en la milla de la bata blanca de Oviedo

Técnicos de Salud Pública controlan en La Cadellada los niveles de contaminación de aguas y alimentos de toda la región

María Luisa Rodríguez y José Ignacio Altolaguirre en el Laboratorio de Salud Pública. | Irma Collín

En la Corredoria, a trescientos metros del HUCA, se guardan las aguas de todas las playas, ríos y piscinas de Asturias, pero también muestras de alimentos venidos de toda Europa. No solo se guardan, también se estudian. El objetivo es que nadie enferme, de manera inmediata o a largo plazo, por consumirlos o por entrar en contacto con ellos. En el Laboratorio de Salud Pública del Principado de Asturias se establece la primera línea de defensa contra las intoxicaciones. De ellos, dicen los trabajadores, solo se acuerdan cuando se produce una alerta. Cuando hay un brote de listeria o salmonella. Pero allí se frenan muchos contratiempos. Para hacerlo cuentan con una extensa red de inspectores e información. Los protocolos están tan automatizados que tardan “cinco minutos” en enterarse de un posible riesgo, por ejemplo, en un lote de leche para bebés, después de que se lance una alarma desde Europa. La información suele ser tan precisa y estar tan tasada que pueden saber inmediatamente a qué supermercado han llegado tantas unidades del producto sospechoso de ser perjudicial para la salud. Está todo controlado, al milímetro y al instante. Cuando ocurre algo es por una improbabilidad estadística que se ha escurrido entre los largos e invisibles tentáculos de ese edificio negro situado al otro lado del parque de la Cadellada.

El Laboratorio de Salud Pública es un lugar silencioso, aséptico, de pasillos diáfanos en el que los trabajadores inspeccionan minuciosamente cada una de las cosas que nos llevamos a la boca. El mercurio en los peces, los antibióticos y las hormonas en la carne, los metales pesados en los alimentos y el nivel de bacterias y virus en las aguas. Allí, cuando estalló el covid, tuvieron una alegría pírrica. Los trabajadores tendrían que dejar de explicar a sus conocidos qué era eso de la PCR que llevaban haciéndole durante años a los productos que pasaban por sus manos. La reacción en cadena de la polimerasa, hoy tristemente célebre por ser la prueba preminente para detectar el coronavirus, ya la utilizaban en el laboratorio para medir la presencia de virus en las aguas asturianas. De momento, asegura María Luisa Rodríguez, jefa de servicio del Laboratorio, no les ha tocado estudiar la presencia del covid en las aguas residuales. “Pero es un proyecto que sabemos que nos tocará”, adelanta.

La cercanía con el HUCA y el ISPA, referentes en la “milla de la bata blanca” ovetense les proporcionan algo más que un sentimiento de pertenencia, vecindad y vistas desde los despachos. Desde el laboratorio se encargan, por ejemplo, de hacer los controles pertinentes a las comidas que se reparten en el Hospital, pero también colaboran con las instituciones en proyectos de investigación. Aunque explican que su labor principal no es esta, sino el control.

La institución depende directamente de la Consejería de Salud a través de la Agencia de Seguridad Alimentaria, Sanidad Ambiental y Consumo del Principado de Asturias. El director de esta última, el veterinario José Ignacio Altolaguirre, recorre los pasillos explicando cada uno de los objetivos de los diferentes laboratorios que acoge el edificio. Los trabajadores explican que “a la gente le falta información” sobre los alimentos que consume. Los contenidos de los alimentos, regulados a través de parámetros tasados por Europa, son “muy estrictos”. “La Unión Europea tiene las normas más restrictivas en materia alimentaria”, explica Altolaguirre. Ni el pollo hace que los niños se desarrollen demasiado rápido, ni lo ecológico es “menos peligroso”. Los alimentos están “perfectamente medidos” y, según los científicos, las leyendas urbanas proliferan a su alrededor hasta llegar a ser proferidas desde la atalaya de quien porta una bata blanca. Pero por falta de formación.

Especialización

Para que todo funcione como un reloj, que es la precisión necesaria para que todos los alimentos cumplan los parámetros de seguridad requeridos para su consumo, cada comunidad autónoma cuenta con un Laboratorio de Salud Pública. La idea es que cada uno de ellos se especialice en un tipo de producto. Por ello, en Asturias, por ejemplo, ponen especial énfasis en los productos locales. Así, miden los químicos que pueden presentar, por ejemplo, los embutidos asturianos. Esa información se registra y el producto, por fin, puede llegar a toda Europa. Es, a fin de cuentas, una red que vela por que todo el mundo pueda ir al supermercado o a un restaurante sin miedo a ser contagiado de nada de ello.

Otra de sus labores, la de medir las aguas, es también ardua. Haga sol o brame la tormenta, los trabajadores del Laboratorio tienen que entrar en el mar de las playas asturianas para tomar muestras. Estas se almacenan y se miden con equipos tan caros como complejos que terminan arrojando incomprensibles datos en las pantallas de los ordenadores. Es allí donde, si la situación lo requiere, dan la alarma y prohiben el baño en una playa para disgusto de los bañistas. Pero lo hacen por su bien, por la Salud Pública.

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