La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

A Ignacio Simón le gusta pintar un Oviedo sin nubes ni barullo

Acuarelista, hijo del exconcejal Antonio Simón, colaboró en el chiringuito de Teatinos en los dos primeros años del modelo y trabaja en la construcción

Ignacio Simón, ante “La casa de los millonarios” en Llamaquique. | Irma Collín

Ignacio Simón (Oviedo, 1959), casado, un hijo, pinta en acuarela los edificios del Oviedo burgués sin coches ni follón y los nombra según la toponimia local.

–Para que el que vea el cuadro sepa lo que está viendo. Llevo sesenta años en Oviedo, se está muy bien aquí. Busco la luminosidad porque lo atormentado me gusta menos. No siempre tiene la iluminación que quiero, pero en cuanto se abren las nubes hay un bombazo de luz.

Hasta hace 12 años I. Simón 59 no tuvo la seguridad en que lo que hacía pudiera ser expuesto y hasta hace 4 no recibió el espaldarazo.

–¿Por qué pinta las casas del centro?

–Me llamaron siempre la atención. Soy de la Colonia Ceano y mi barrio, sin pavimentar y mal iluminado, parecía zona de guerra: charcos, agua, barro, la vía del tren, la quinta Velarde casi hasta el quicio del matadero, un lago, una casa con seis vacas.

–Pero “subía” a Oviedo…

–En la línea 2 en un autobús Leyland, azul y blanco, redondo, con su chapa del tigre en el morro. La casa de Soledad Conde, en La Escandalera, me tenía muy enganchado. La he pintado al amanecer, cuando el sol entra por Jovellanos y marca las esquininas de los frontones y se iluminan como un neón.

–Iba a la Escuela Preparatoria del Alfonso II

–Con Don Ulpiano, Don Ramón y Don José Manuel. Conservo una foto de los alumnos que hizo un profesor y es como el “Paracuellos” de Carlos Giménez: todos con flequillo, orejas y cara de susto. Recuerdo la hebilla del cinturón del yugo y las flechas esperando la hostia que me iba a dar por nada. En las fotos escolares de mi hijo todos ríen.

En la casa en la que creció había un tablero de dibujo porque vivió con ellos su tío Dionisio Simón, un ilustrador que dibujó calcomanías en el estudio Mapra, de la Bolgachina, y acabó en Madrid de director de arte de editorial Anaya.

–Con 5 años siempre tenía pinceles y témperas gastadinas para usar. En el Alfonso II tuve muy buenos profesores. Carmela, José Purón, que me enseñó perspectiva y Adolfo Folgueras, que además era conversador. Le dije que quería pintar y me puso a hacerlo con óleo y espátula. Pinté la antojana de mi tía y parte del horreo de San Esteban de las Cruces.

Iba para pintor pero…

–No aprobé la selectividad, fui para la mili y volví con pocas ganas de estudiar. Me matriculé en Artes y Oficios y empecé a trabajar con mi padre en la colchonería Valdés. Me interesaron el modelado y el dibujo, anduve algo con Luis Azón, Maite Centol y Cuco Suárez por el bar Cecchini, pero me picó la curiosidad de la moda y el patronaje y me formé en una academia que duró los tres años de una promoción y de la que salimos una docena de alumnos, entre ellos Cristina García, luego mi socia, y Olga de Juan en Gijón.

–Los ochenta fueron los años del diseño.

–Hacíamos trajes de novia, pantalones de cuero de Jim Morrison y ropa en general. Éramos alta costura con conciencia de clase y eso compagina mal. Acabamos en 1993 en vía muerta por impagos y falta de financiación.

–¿Y después?

–A revestir paredes y suelos para acabar de pagar deudas, más quemado que la moto del jipi. Sigo trabajando en el sector. Instalo suelos de linóleo en TKE y paso temporadas de autónomo, pero siempre pintando. Si no pintas no te mueres, pero vas cojo.

Su San Mateo añorado es el de las barracas y las carrozas. Es hijo de Antonio Simón, que fue concejal socialista de parques y jardines, protección civil y perrera con Antonio Masip.

–Los dos primeros años de los chiringuitos colaboré en el de la Asociación de vecinos Paulino Vicente de Teatinos y Campo de los Reyes. El concepto era dar presencia a los barrios en la fiesta del “centro” a través de las asociaciones de vecinos con un bar de fiesta de prao. Cada barrio tenía su fiesta –El Carmen, Santa Filomena, San Ramón– y podían así recaudar fondos para financiar sus actividades. Funcionó casi bien los dos primeros años y, poco a poco, se convirtió en la desmesura de los últimos años... Se hacían cajas importantes todos los días. La idea del principio se olvidó, se convirtieron en máquinas hosteleras de recaudar y perdieron (perdimos) el “oremus” para siempre.

–¿Por qué tardó tanto en exponer?

–No tenía seguridad. Cuando lo intenté me dieron largas. Lo que hago, como no es abstracción, se ve artesano, no se considera pintura contemporánea, Sin afán de comparar, Antonio López es contemporáneo.

–¿Cómo logró exponer?

–En 2012 iba a vender obra al Fontán y me vio una mujer, Flori, que tenía una tienda de fotografía en El Entrego que reconvirtió en sala de exposiciones. Fue mucha gente, pero no tuvo continuidad. En 2018 Marta Fermín apostó por mí en Decero, espacio creativo.

–¿Los ovetenses compran lo que pinta?

–Sí y me encargan casas concretas. No vendo tanto como para vivir de la actividad. Los que van a mis exposiciones dicen que salen con mejor ánimo del que entraron.

–Su sitio preferido de Oviedo.

–La Escandalera, con la casa de Santa Lucía o con el Termómetro. Y mi barrio, pero está borrado, no queda nada de las casas de puertas abiertas y el manicomio cerca.

–¿Su método?

–Busco la casa que me gusta, espero la luz, hago fotos con el móvil, vuelvo cuanto haga falta, memorizo, vuelvo, pinto en casa.

–¿Sus referencias y preferencias?

–Soy promiscuo. Carlos Sierra le había hecho a mi tío el dibujo de un gato y me dormía mirándolo. Mónica Dixon, Piñole, Pascual Tejerina, Paulino Vicente, Orlando Pelayo, las venecias de Tintoretto, los acuarelistas ingleses del XIX y dos norteamericanos: Winslow Homer y Andrew Wyeth.

Compartir el artículo

stats