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Yincana y “networking” en un mar de lácteos

En el festival manda el inglés, se hacen muchos contactos y ser cliente es una competición

Piezas a concurso expuestas. | | LUISMA MURIAS

Uno se llega al festival internacional del queso en el Calatrava y lo primero que sorprende es el oxímoron. Poca contradicción mayor que alojar los mundiales de un alimento tan esencial y crudo en su forma –puro excedente lácteo concentrado en piezas– en el interior de un “centollu”. No es solo un juego de palabras. La condición crustácea del Palacio de Congresos y Exposiciones de Oviedo hace que abunden allí el recoveco, la escalera, la sala polivalente, la de cristal, el laberinto y, por eso, también en el World Cheese, lo natural acaba siendo perderse por los pasillos, aunque sea en busca de algo tan poco liante como un queso.

El truco es que el festival internacional que prolonga estos mundiales no es solo quesería, aunque a un primer golpe de vista, en el hall de entrada, te reciba un mar de quesos y el público quede ya sepultado por ese imposible de catarlos todos. El visitante tira de móvil nada más que se enfrenta a ese inifinito, con palo selfie o sin él, panorámica o detalle, y se escuchan afirmaciones absolutas –“estos son todos”– que aciertan si van por los que han competido pero se quedan cortas si piensan dar con todas las variedades “world wide”.

Digo en inglés porque desde el “cheese” del título hasta los folletos que tratan de incitar al quesero noruego a que compre en las tiendas locales –“Oviedo is a beautiful city, first-class and service offering”, reza el folleto–, la lengua franca dominante de esta fiesta es la de los organizadores. Eso facilita que la otra parte del tinglado repose en los contactos, el arte de intercambiarse tarjetas que ellos llaman “networking” y que abunda tanto como los lácteos. Ayer escuché a unas mujeres de una tienda de delicatessen queseras de algún rincón de la península pedir a la chica del puesto de los moscovitas el contacto del dueño de Rialto; vi a un tipo que hablaba en algún idioma eslavo pasearse por el hall de entrada con una copa de sidra de mesa en una mano mientras con la otra hacía ver a sus acompañantes tal peculiaridad de esta o aquella pieza; presencié cómo un portugués admiraba el puesto de los “superoros”; encontré un grupo metido dentro del espacio central de piezas a concurso como astronautas reconociendo muestras carretadas por el vehículo de exploración; vi, en fin, gente asistiendo a un seminario con bloc de notas, agua de Somiedo en bric y bandeja de cartón con tres muestras en el escritorio. Incluso los que iban a comprar lo hacían movidos por un afán de establecer más contacto del acostumbrado entre el tendero y el cliente, como probaba un concejal de Oviedo interesado en practicar su italiano a cuenta de los quesos de Cerdeña.

Además de la urdimbre “networkera”, la inagotable misión de explorar puestos y pasillos en busca de las piezas buenas, raras o sabrosas, de ir probando cachinos a deshora por los rincones, tenía algo de yincana del contrabando. Mi carnicero me recomendó que buscara el que tenía forma de morcilla y otro edil –mucho político ayer en “el centollo”– me agarró por sorpresa del brazo a lo Philip Marlowe y me susurró: “Ven, acaban de abrir un Blue Oregon y creo que es el último”. Solo pude correr a buscarlo. Después de fracasar con los japoneses “mirameynometokes” por culpa de la falta de acuerdo de exportación y de la decepción rumana –“solo on-line, apunte al código QR”–, los americanos me ayudaron a salir de allí con la sensación de haber logrado, al menos, “one point”.

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