Ni tragedia, ni farsa, la historia lleva repitiéndose tantas veces en la fábrica de armas de La Vega que, agotado ya cualquier tipo de género literario, no admite otra cosa que un final. Suenan tambores de convenio entre las administraciones y el temor a repetir la melodía lucha con la esperanza del hágase. La Vega ha perdido demasiadas oportunidades desde las barricadas en abril de 1994 al borde de la privatización de Santa Bárbara, al cierre definitivo en octubre de 2012 y los despidos de los trabajadores que no superaron la fusión en Trubia en mayo de 2013. Ahora, diciembre de 2021, podría ser el momento de las buenas noticias, pero, nadie se engañe, una foto y un protocolo de intenciones no será suficiente.

Desbloquear el futuro de la fábrica de armas para transformar esos 122.000 metros cuadrados de terreno y gran patrimonio industrial en el motor del gran Oviedo necesitará dosis extra de diligencia administrativa. Ser rápidos y ser eficaces. Dos ejemplos muy recientes permiten tomar nota antes de caer en el pesimismo. Uno es el de la transformación de los terrenos del viejo hospital, en el Cristo. Los acuerdos adoptados entre las administraciones se firmaron en 2006, el concurso de ideas se lanzó entre 2017 y 2018, el documento de prioridades se aprobó hace un año y ahora, cuando toca “lo gordo”, la aprobación del plan especial, resulta que a alguna de las administraciones involucradas ya no le sirven aquellos papeles y el convenio original ha caducado. Son quince años entre las buenas intenciones y la mala praxis.

La otra tragedia y farsa es la de la Fábrica de gas, que puede leerse como una Vega en pequeñito, por sus pocos metros y su mucho patrimonio industrial. También tiene obra de Sánchez del Río, por cierto. Ahí se empezó con las protestas, la movilización ciudadana del grupo de Gas Ciudad, y, a la postre, un plan especial que los propietarios del terreno (hoy se llaman EDP) encargaron al reputado arquitecto César Portela. Portela hizo lo que pudo para conciliar la conservación de ciertos elementos con el legítimo interés de los propietarios en sacar rendimiento a la parcela. El plan se sometió a información pública, Patrimonio dio el visto bueno y el Ayuntamiento lo aprobó en 2012. Después, nueve años de bandazos, y pese a la idea de que el Ayuntamiento podría pagar para quedarse con todo y hacer un nuevo plan, la fábrica sigue cerrada, la marquesina de Sánchez del Río en peor estado, y nada se ha avanzado para poner en marcha la transformación de ese terreno, por otra parte clave para concluir la regeneración del casco viejo de Oviedo.

La conclusión es evidente. De nada vale tener un convenio, firmar un protocolo, hacerse una foto en Madrid, estampar una firma. Hace falta no solo ponerse de acuerdo, sino tener el afán de llevar a la práctica esos acuerdos.

La Vega es lo suficientemente grande como para aplicar una regla de tres urbanística con estos ejemplos y suponer que no veremos ninguna nave ganada para la transformación de la ciudad en menos de doscientos años. De todas formas, hay todavía una pequeña esperanza. Esta vez, el Principado se ha metido en la ecuación desde el Principio, consciente del potencial económico que podría aportar a la región la transformación de esos terrenos. No siempre es una garantía, pero un mismo signo político en Madrid y en Suárez de la Riva, también ayuda. Más, todavía, si el alcalde actual, Alfredo Canteli, se ufana de militar antes en su ciudad que en el partido por el que se presentó a las elecciones. Si se logra alejar la estrategia partidista, y si organismos como la Cámara de Comercio siguen poniendo todo su conocimiento y estudio para mejorar la operación, quizá la transformación de La Vega se haga realidad antes de que pase su momento. Hay que firmar pero hay que hacer. Y conviene recordar que hasta aquí ya habíamos llegado. No es el momento de empezar a repartir medallas. Hay que bajar del pedestal y al tajo.