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Alma de Oviedo

Todo lo que se puede tener en casa

Sofía Sánchez-Ocaña creció en el Pasaje, cantó mucho, crio a cinco hijos y hoy sigue descubriendo el mundo con los ojos de sus diez nietos y seis bisnietos

Sofía Sánchez-Ocaña Serrano | Irma Collín

Un día la vecina abordó a Esteban, el pequeño de los Sánchez-Ocaña, a la salida del Pasaje:

–Es que no oigo ni un ruido en vuestra casa, ¿pasó algo?

–Sí, que se nos casó Sofi.

Sofía Sánchez-Ocaña Serrano, la que era su hermana mayor, segunda de cinco, única hija del dentista Manuel Sánchez-Ocaña y María Serrano, levanta la vista, entorna un poco los ojos, los deja centellear a través de los retratos familiares que se agolpan en la pared del salón y admite que sí, que en aquella calle y en aquellos años fue una joven bulliciosa que ocupaba mucho espacio. “Yo era todo lo que se podía tener en casa”.

La clínica del padre era la vivienda familiar, todos a la mesa para comer y para cenar, los siete y la abuelita Eufemia, una señora de Tudela de rosario diario, dos chicas de servicio y la clientela en la sala de espera. Cuando el dentista acababa el turno, salía ya con requiebros a la parienta. “¿Dónde está mi reina mora?”. Y a la hija, que salió al padre en cachaza y disfrutona, solo le faltaba que bajara Paquirri [Álvarez-Buylla] del quinto con la guitarra para ponerse a cantar.

El repertorio que aprendió en Pelayo 11, de María Dolores Pradera al Presi, le sirvió algo más tarde, en Los Mártires de Unquera, para hacerle un recital privado a Ramón Luis, un chaval que conocía solo de vista de los veranos en La Franca pero con el que ocho días antes, en La Sacramental de Colombres, había charlado un poco más, cuando los dos quedaron sin pareja, al no presentarse ni el mexicano y ni la de Oviedo con los que se habían citado, respectivamente, para la romería. La niñera de los Noriega lo vio todo y al día siguiente, en la comida en la casa familiar, en Colombres, se lo dijo a Doña Filomena: “Esa de Oviedo nos lu pesca, porque la vi yo ayer que le cantaba al oído”.

Pero no debió de ser suficiente aquel “Dime xilguerín parleru” para formalizar el noviazgo. Ella era una mujer grande con espíritu libre que fumaba, cantaba, se pintaba y se ponía tacones, por más que su madre la tuviera atada en corto y “cuando vengas del Tenis lo haces andando, que si te ven bajarte de un coche en Uría no van a saber de dónde vienes”. Ramón Luis Noriega era estudiante de químicas en Oviedo muy celoso y atemorizado con los sufrimientos que padecían por el noviazgo sus compañeros de pensión.

El matrimonio tuvo sus días de vino y rosas cerrando bares y desayunando en la cantina de la Estación del Norte. Después criaron a cinco hijos, veranos en Tapia y Sofía aportó mucho más que un trabajo a la economía familiar. La cocina fue su oficina y la producción de croquetas y patucos, incalculable. Su marido murió hace once años, cuando empezaban a disfrutar de su jubilación. Después enfermó su hija Ana Sofía. Vinieron días más duros. “La vida no me dejó sentarme a llorar. Creí que no volvería a ser yo nunca pero la genética tira mucho”. Recompuesta, todavía con esa luz del Sur de su nacimiento en la cara, rodeada por un bosque de fotografías familiares en su casa, Sofía, la abuela Pipi, sigue maravillándose cuando las nietas le explican que los muñecos ya no tienen pene y que los vestidos que les haga van a ser intercambiables. Tan célebres, como ella. A su manera.

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