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La primera jefa de mecánicos se jubila

La ovetense Mari Paz Prado fue pionera en España en regentar un taller de coches | "Cuando empecé no sabía qué era una llanta", dice

Marí Paz Blanco en Oviedo. | Miki López

–Señora ¿usted sabe dónde se ha metido?

El que habla es un perito que a comienzos de la década de los noventa revisa el estado de un coche en un céntrico taller de Oviedo. A quien va dirigida la pregunta es a Mari Paz Prado, la primera mujer en dirigir un taller de coches en España. Aunque lo de estar entre aceites, bugías o neumáticos no era su vocación. Ni mucho menos. Su carrera empresarial comenzó de sopetón debido a uno de esos malos giros de guion que tiene a veces la vida. Era el año 2002, en el restaurante de la Gruta (ahora reconvertido en una residencia para estudiantes) donde se produce ese giro. Prado y su marido José Manuel Blanco estaban celebrando allí sus bodas de plata, 25 años de casados, cuando él repentinamente fallece y la vida de ella cambia radicalmente. No le queda más remedio que ponerse al frente del negocio que hasta aquel fatídico día había regentado su pareja. Para sobrevivir. "Siempre digo que él me tenía como a una reina sin corona, él me transmitió tanto cariño por la empresa que dije que tenía que seguir con ella. Y nunca la cerré, a él lo enterramos un día y al siguiente yo ya bajé al taller", asegura. Ahora tras veinte años al frente del negocio, Prado se retira por jubilación y cierra el capítulo principal de un guion que protagoniza la primera mujer que en España se había puesto al frente de un taller. El de una pionera.

La empresa en cuestión es Carrocerías Blanco que acaba de soplar las 55 velas de su aniversario. "Cuando él murió yo no quería vivir, quería morir, pero la empresa fue la que me salvó de depresiones", explica, "no tenía ni idea de nada, ni de mecánica, ni de nada... Mi marido me dejaba siempre el coche lleno de gasolina porque no sabía ponérsela. Así que lo primero que hice fue la de fichar a un responsable con mucha experiencia para que me ayudara".

A aquel perito que hizo la pregunta con la que se abre este reportaje Prado le respondió que "yo voy a tirar para adelante, porque se lo debo a José que durante 25 años me dio la gloria". La conversación no se quedó ahí, el perito alegó: "Pues lo veo muy mal, porque, señora, esto es un mundo muy duro". En cuanto el perito acabó su trabajo y se fue del taller Prado se fue a buscar a uno de sus ayudantes y le preguntó "Pedro (así se llamaba) ¿qué es una yanta?".

Asistentes a uno de los aniversarios del taller. | Miki López

El perito siguió yendo por el taller de forma asidua y otro buen día, ya cuando tenía más confianza y el tiempo había ayudado a cicatrizar algunas heridas y había permitido que a ella le diera tiempo a familiarizarse con la jerga del negocio, este le dijo a Prado: "Señora, tengo que quitarme el sombrero ante usted porque es toda una profesional".

"Hoy parece que todo fue muy fácil, pero me costó muchísimo, yo era una ama de casa sin hijos que tuvo que adaptarse a un mundo nuevo. Tuve que hacer cursillos de todo para enterarme de las cosas", explica. Otro buen día de aquellos en los que Prado trataba de adaptarse a este nuevo entorno se fue a Sabadell a hacer un curso sobre pintura. "Fui todo el viaje llorando porque no sabía qué me iba a encontrar. Cuando llegué al curso eran todos hombres y me miraban todos extrañados, ya en el curso me trataron como a una más. Fue todo muy positivo", resalta. Y así se sucedieron muchos más cursillos. "En los veinte años en los que he estado en la empresa nadie me ha faltado al respeto", asegura.

De aquella tenía diez empleados. No era un taller pequeño. "Mi vida cambió de la noche al día", destaca. Después de adaptarse llegaron las primeras crisis e incluso tuvo que lidiar con la denuncia de una vecina que decía que su casa le olía mucho a pintura, lo que le obligó a entrar una batalla judicial y a tener parte de su negocio cerrado, sin facturar, durante varios meses.

Su jornada comenzaba a las siete y media de la mañana con la limpieza del taller. Estaba impoluto. Luego organizaba la tarea del día para que cuando llegaran los mecánicos supieran lo que tenían que hacer. "Me iba para casa a las ocho o las nueve de la noche. Me pasaba todo el día allí, pero estaba feliz, amaba a esa empresa. No me iba ni de vacaciones", explica, "llevar una empresa es dificilísimo se necesitan muchísimas horas. Yo aprendí a llorar y a reír al mismo tiempo".

Hace unos meses, cuando la edad de jubilación se iba aproximando sin pausa, Prado tuvo que plantearse qué hacer con la compañía. La solución parecía clara. No quería cerrarla, así que busco un traspaso, pero tampoco quería dejar el espacioso local en manos de cualquiera. Buscó consejo entre su círculo más cercano para que le asesorara con lo que debía hacer. El primero que se presentó cuando se puso el cartel de "se vende" en el goloso bajo de la antigua calle Comandante Vallespín –de 600 metros cuadrados– fue un chino con un maletín repleto de dinero. Lo rechazó. "Una de mis amigas me dijo que estaba loca por haber rechazado el dinero que me ofrecía, pero yo quería que siguiera el negocio, no que aquí hubiera un bazar", destaca.

El segundo cortejo llegó por parte de una conocida cadena de supermercados que buscaba expandirse por el barrio. Lo mismo, los rechazó. El desfile de inversores interesados fue creciendo poco a poco. "Pasaron bastantes, algunos que podían, otros que no; algunos que me gustaban, otros que no. Yo en casa no decía nada, me preguntaba si no venía nadie a ver el taller y les decía que no, que nadie se interesaba", explica.

Y así iban pasando las semanas primero y luego los meses y la edad de jubilación iba acercándose por la esquinita del calendario. Hasta que un día llegó un matrimonio que tenía un taller unos metros más abajo. "Tenía ya referencias de ellos, aunque no los conocía de nada, lo único que sabía era que tenían otro taller y que en el local en el que estaban ubicados estaban de alquiler", explica la empresaria. La conversación fue, más o menos, sencilla y transcurrió como sigue: Prado les presentó el precio de venta; el matrimonio le dijo que a esa cantidad no podían llegar, que era mucho dinero; ella les preguntó que hasta dónde podían llegar; ellos presentaron su oferta, mucho más baja, y ella aceptó. "No lo pensé, les di la mano y les dije que la empresa era suya", relata. Se fue para casa y la acogida a la operación no fue precisamente buena. "Me dijeron que lo había regalado, pero cumplí con mi objetivo que era dejar la empresa abierta y, creo que también la he dejado en buenas manos. Aunque ahora ponga otro nombre sé que Carrocerías Blanco sigue ahí", asegura.

Es tal el apego que tenía por el negocio que no ha vuelto a pasar cerca de donde estaba el taller. "No he vuelto ni a pasar cerca con el coche", asegura. En el momento en el que lo dejó, el taller de Prado iba viento en popa, había bastante trabajo. "Antes incluso de firmar nada ya les di las llaves a los nuevos propietarios", asegura, "y les dejé hasta unos pájaros que hablan, unas Carolinas que eran toda una atracción para los clientes y que cuando me veían llegar me decían ‘Mari guapa’".

Ahora ha tenido que buscarse nuevas actividades para, en este nuevo giro de guion –este más planificado– llenar el vacío que le dejó el taller que le devolvió a la vida.

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