El regreso de la cronista oficial

Segunda mano

Ilustración de Pablo García.

Ilustración de Pablo García. / Carmen Ruiz-Tilve

Carmen Ruiz-Tilve

Después de un largo paréntesis, la cronista oficial de Oviedo, Carmen Ruiz-Tilve, regresa a las páginas de este periódico, donde ha colaborado durante años con sus «Pliegos de Cordel», con un relato costumbrista en dos entregas, previstas para hoy y mañana. Catedrática de Didáctica de la Lengua y Literatura Carmen Ruiz-Tilve despliega en este cuento toda la riqueza de su prosa, en un relato lleno de matices y detalladas descripciones, a través de los ojos de Lolo, un mozo criado en Cáceres que, tras dar tumbos por España, acaba en una aldea deshabitada de Castilla, Villaespasa de Sal.

Segunda mano

Carmen Ruiz-Tilve / Carmen Ruiz-Tilve

A Antonio le habían llamado siempre Lolo el portugués, y ni siquiera se había parado él a pensar a qué se hacía lo de Lolo desde su Antonio, con solo la "o" coincidiendo, y tampoco lo de portugués tenía sentido, a no ser que, criado como estuvo en Cáceres, hubiera sido verdad aquello que le contó su madre postiza, de que lo habían dejado en el torno justo después de haber pasado por la ciudad una reata de mulos portugueses, con un carro de capota bajo el que se cobijaban dos perrillos. La comitiva dejaba a su paso un tufo salobre, porque en las alforjas de los mulos llevaban el bacalao que vendían de pueblo en pueblo.

Cuando el niño tuvo 7 años, y con ellos se le suponía uso de razón, sabía sumar y restar y algo de escritura, suficiente para escribir los rótulos que ofrecían la mercancía que se despachaba. La señora Blanca lo sacó de la inclusa, pues nadie lo había reclamado en tan largo tiempo ni nunca había tenido visitas ni caricias distintas de los pescozones de los cabos de vara.

La señora Blanca, desdiciendo su nombre, era renegrida y cejijunta y quizá fuese aquella ceja poblada lo que le diera el aire adusto que mantenía en orden a la parroquia, cada cual atento a su vaso, los que podían peleando con los callos o las mollejas que salían humeantes de la cocina. Lolo andaba por las mesas, recogiendo la loza, y seguían en su cabeza los retazos de las conversaciones, especialmente en los días de mercado, cuando la faltriquera caliente animaba a los fijos a soltarle alguna perra al chaval. Pasaban por aquellas mesas de madera refregada vendedores de pimentón y tripa, buhoneros que trasegaban herramientas y clavos de cabeza grande, cereros que trataban con mimo la cera blanca y comparaban por los pueblos la materia prima, en grandes bolas, que lograban purificar hasta hacerla merecedora de alumbrar al Santísimo Sacramento.

Los ropavejeros solían vestir buenos chaquetones con tapas de terciopelo e incluso de rizado astracán, sacados con buen ojo de los lotes de los terratenientes, que a su muerte vendían las viudas para evitarse la zozobra de ver siempre, al abrir el armario de luna, el espectro balanceante del difunto. Los ropavejeros extendían su mercancía al sol justo delante de la taberna, en los soportales en los que también ponía su puesto semanal el librero, que ofrecía algunas novelas de amor o las páginas abarquilladas de breviarios de historias de santos con tapas de piel repujada, generalmente legados por los curas a los sobrinos, que separaban el polvo de la paja y se quedaban con los cuartos, dejando tirados por los suelos de la casa parroquial los libros, preñados de estampas, y las telas viejas, incluso los trozos de roquete.

También comían de vez en cuando en la taberna de Blanca los que trataban en muebles y enseres viejos, que viajaban por toda la provincia, e incluso subían hasta la tierra de Salamanca, vaciando desvanes y barriendo todo lo que hubiera en las casas abandonadas o en otras en las que habían vivido varias generaciones, acumulando cosas inútiles con el afán de que pasaran de mano en mano, siempre de la misma sangre, hasta que la sangre se marchaba a trabajar a Alemania o se encerraban en sí mismas, sin herederos, y así llegaba el momento en el que el chamarilero paraba el carro delante del portón y sus ayudantes, generalmente mozos desmedrados de fuerza increíble, cargaban los bargueños con incrustaciones de hueso, los palanganeros de forja y los cuadros de falsa plata con la escena en relieve de la última cena.

Lolo el portugués había estado en un tris de quedarse de lego en un convento de la infinita llanura, cuando quedó allí apañando los trastos del inmenso desván más de tres semanas, comiendo de la misma sopa y el mismo bacalao de los frailes, recomponiendo con habilidad y engrudo los brazos dislocados de los crucifijos, los goznes desmembrados de los arcones de cordobán, la buena plata abollada y renegrida que en sus manos cobraba nueva vida. Bueno hubiera sido para la orden que Lolo hubiera tomado asiento y estameña, como el hermano Antonio, habilitando un pequeño museo de arte sacro en el claustro alto, e incluso colocando con artes de forense todos y cada uno de los elementos de las nobles osamentas de los sarcófagos del claustro bajo, removidas cuando los hijos de Napoleón se asentaron en tan estratégico lugar, fuera de la villa pero cerca de ella, como marcaban las ordenanzas de los mendicantes. Pero no pudo ser. A Lolo el portugués le pesaban los párpados durante las lecturas del refectorio y le iba la mirada al campo, a los vencejos que volaban cruzando por el cielo, a las mozas que bajaban la testuz cavando en el infinito, dejando ver entre las sayas negras sus carnes blancas.

Lolo bajaba a la villa cada mañana, a entregar productos de la huerta en el mesón y a llevar al hermano cocinero algo de lo que ellos no cultivaban, lejos ya los tiempos en los que el inmenso edificio era bullidora factoría en la que se amasaba el pan, se hacía el jabón y se curtían las pieles del ganado sacrificado en el propio matadero, cuando los olores del cortijo y el ruido incesante de los batanes anunciaban al contorno que allí no solo se oraba.

Una de aquellas mañanas, casi de repente, aunque la idea era el bulle bulle del batán de su cabeza, Lolo amarró el mulo en un poyo de la plaza y se subió tal cual en el coche de línea que llevaba a Palencia.

Cuando los frailes vieron que no volvían, ya cárdeno el cielo del atardecer, ni el carro ni el carretero, lamentaron la pérdida del muchacho, que les ahorraba mucho trabajo a cambio de bien poco.

Lolo dio una vuelta por Palencia y no le pareció sitio para él, mucho campaneo, olor a pan caliente y poco más. Vagando por la calle, vio un callejón en el que se acumulaban, a ambos lados, muebles viejos y cacharros de latón. Un hombre grande y ensombrerado, de blusa y bigotazo zíngaro, trasegaba unos reclinatorios de iglesia, con asiento de rubia enea. Se acercó y comentó con el del sombrero de fieltro que él tenía arte para arreglar y recomponer muebles y otros enseres viejos y que por poco le podría ayudar. El hombre respondía al nombre de Cayetano; como la duquesa de Alba, dijo, enseñándole los dientes grandes y amarillos, entre los que mordía un puro apagado.

Quedó Lolo como ayudante con poderes y pronto se lanzó al ojeo por los pueblos de los alrededores, en los que no solían faltar palacios y casonas abandonados, rodeados de ortigas y mal viento. Empezó por las casas habitadas en lugares en los que era difícil distinguir la vida de la muerte. Patios por los que cruzaban las gallinas picoteando el trigo perdido, galgos de silueta pictórica que dormitaban al sol y miraban sin curiosidad, alguna sierpe perezosa zigzagueando hacia lo oscuro. Ningún cristiano parecía acudir al campaneo que salía de la espadaña, movido por la soga que manejaba un sacristán minúsculo. Le llamó, cuando cesó el bronce, y el hombre bajó como una lagartija por la escalera de madera y se frotó las manos, ya ante él, sin decir palabra. Un pitillo liado fue la llave eficaz que soltó la lengua de Celedonio, que recuperó en un santiamén su capacidad para hablar, hecho como estaba al mutismo, señor del silencio y de la soledad, del cielo azul y de la tierra estéril, del río plateado y del pozo seco.

Le contó Celedonio, sentados los dos en un banco de piedra, bien sombreado de parra, que aquel lugar, Villaespesa de Sal, llevaba años deshabitado, habiendo sido local de importantes familias, de allí habían salido grandes nombres, todos emparentados entre sí, de abogados y médicos que habían abierto despacho en Salamanca y en Valladolid. Al principio venían por el verano, y era una alegría ver llegar a las señoritas, rodeadas de nubes de polvo de paja que levantaban sus coches en el camino. Para entonces las mujeres ya habían limpiado las alcobas y encerado los suelos, brillando la tierra roja del zaguán con aceite de linaza.

Poco a poco, año a año, aquella alegría que también lo era para las faltriqueras, se fue apagando porque las señoras se morían en los lejanos inviernos o perdían la memoria y no sabían volver. En los últimos años solo había vuelto la señorita Amalia Díez del Corral, ya sola de su estirpe, que se dejaba hacer por una criada, también del pueblo, que la traía y la llevaba en un 600 que se distinguía muy bien en la llanura, siempre seguido por la nube de polvo.

En los buenos tiempos, la señorita Amalia acudía a los cultos de la parroquia y se sentaba en un reclinatorio muy aparatoso que le colocaban cerca del altar, a pesar de ser mujer. Su presencia daba sentido a la liturgia y a los interminables rosarios, porque su voz llenaba, suavemente, las vacías bóvedas del templo, recorriendo con placer cada una de las elegantes nervaduras del gótico tardío. En el tiempo de ordinario era Celedonio el único que respondía a las preces, tal como había aprendido, en latín, muchos años antes. El párroco de Villaespesa de Sal se dejó morir al mismo tiempo que el pueblo, cuando las señoras dejaron de venir, cuando los braceros fueron marchando a trabajar en la industria, cuando doña Amalia empezó a dormirse en misa, a veces en plena consagración, que ya no respondía con su dulce voz.

Celedonio remocicaba por momentos, contando su vida, que no era otra cosa que la vida de los otros. Se limpió los labios resecos con el dorso de la mano, grande como una herramienta, y aceptó otro cigarrillo.

Lo peor vino con lo de la señorita Amalia y la Remedios, que la mangoneaba. La señorita quería poner en el palacio una residencia para señoras mayores como ella, ponerlo todo en manos de monjas y vivir ella tranquila el tiempo que le quedara. Con esa intención vino un año antes de la costumbre, en la Pascua, con la Remedios y un par de gañanes que ella decía que eran sus sobrinos. Empezaron a abrir todas las ventanas y a sacar muebles al sol de la calle. Ponían música muy alta y tenían una moto con la que bajaban a Villarde, escandalizando los cielos con tanto ruido. La señorita Amalia estaba reducida a su gabinete y se oía cómo la otra le daba voces. No se hizo residencia ni se hizo nada y el cura empezó a mosquearse porque ya no había dinero para las ánimas, ni para cera, ni por los difuntos, ni por las intenciones del Papa, ni para retejar el ábside, ni para nada de nada. Y a mí lo mismo, dijo Celedonio columpiando su cabeza. Y ahí fue cuando el cura escribió una carta al señor obispo, donde le debía decir ce por be lo que había, porque al poco vinieron un par de curitas sin sotana y con una carpeta de papeles en la que iba el inventario de la iglesia, una joya milagrera. Hicieron a don José comprobar pieza a pieza los santos de los altares, los paños de lino fino, los roquetes y las casullas, los candelabros, las lámparas de aceite de plata bruñida. Todo estaba en orden, lo mismo que cien años antes, cuando la familia de doña Amalia había hecho donación, con motivo del nacimiento del primogénito, que querían para la iglesia. A obispo hubiera llegado, pero quia, no quiso, y se salió del seminario en cuanto pudo. Contaban que la madre lloró tres días y que el padre le rompió el bastón de puño de plata en los lomos.

Tras la visita de los curas de la carpeta del inventario, vino una mañana un cochazo grande como de funeraria, con chofer y todo, y de él bajó un cura importante, no había más que verlo, con sotana cepillada y alzacuellos blanco como los dientes de un perro. Le acompañaba un hombre alto, de gris, que se reía estruendosamente. No fueron a la iglesia, donde temblaba don José, sino al palacio, y allí Remedios se arrugó en reverencias y les pasó a la sala grande, donde los espejos de azogue apagado mantenían en su fondo las escenas de otro tiempo mejor. Remedios trajo a la señorita, que olía a colonia recién puesta y se mantuvo junto a ella, las dos en pie. El clérigo mandó que se acomodara la señorita en el diván de terciopelo desvaído y el otro le hizo algunas preguntas. Amalia no respondía y miraba suplicante a Remedios, que contestaba segura. No, no tiene familia. Es la última que queda de los señores de esta casa, todos sin descendencia, sí señor. La señorita tiene casa en Palencia, pero ya ve, yo soy sus pies y sus manos. El hombre estudiado –esto me lo contó todo Remedios, entre hipos– le mandó traer las cartillas del banco, y los legajos de títulos y acciones, y las escrituras de las tierras, todo. Luego la mandó salir y estoy seguro de que se le alargaron las orejas como a una vulpe, para oír algo de lo que llegaba desvaído. Al cabo de dos horas salieron, todo según la Remedios, y ellos iban detrás de la señorita, que parecía levitar, como los santos de los que predicaba don José.

Y aquello fue el principio del fin. Vinieron varios hombres, una mañana, y recorrieron la casa, y los corrales, y también me hicieron a mí, casi sin palabras, abrir la iglesia y encender las luces, para que se vieran bien las pinturas y los santos. Al tiempo, Remedios preparó un baúl mediano con ropas de la señorita y unos pocos objetos de los más queridos por ella, cosas menores que le recordaban la infancia junto a sus hermanos.

No la volví a ver, ni se despidió de mí, no por falta de ocurrencia, sino porque a escape la metieron en un coche y se perdió por el camino.

Me quedé solo, porque don José, entre unas cosas y otras, no duró nada. Me quedé solo con el único consuelo de la televisión, que era para mí como un milagro, un cordón umbilical que me unía y me une al mundo, y por allí igual salen partidos de fútbol que la Santa Misa de la catedral de Toledo, y cosas increíbles que ocurren lejos de aquí, tal como si estuvieran al alcance de la mano. Cosa de brujería, parece. Un día, en el telediario, salió un lío de los muchos, cosas de dinero. Pues allí aparecieron imágenes de la torre de la iglesia, con la cigüeña en alto y todo. Y entonces abrí bien los ojos, medio dormido como estaba, y apareció el palacio, y la era y la hermosa morera del huerto. Y era el caso que entre unas cosas y otras a la señorita, con el cuento del cielo, le habían limpiado las cartillas para meter los doblones de sus padres, que debían ser muchos, en una financiera, Sincartera se llamaba, y se había descubierto que el amo de aquello, un tingladillo de eso que llaman ingeniería financiera, ni invertía ni nada, y lo gastaba él en calzoncillos de seda, puros habanos y mayormente en bañarse en tinaja redonda con champán, bien acompañado de mujeres de esas, en puros cueros. Y era que la razón de aparecer en la pantalla este pueblo era que el tipo se había fumado el capital de la señorita que en sus manos negras había colocado el mismo ecónomo del cabildo, que también salía en una foto borrosa. Y así la pobre señorita ni residencia ni nada, en las Hermanitas, sin nadie que mire por ella, y cualquier día vendrán a llevar lo que queda, todo lo que se pueda arrancar del suelo. Hasta los muertos, si tienen muelas de oro, se llevarán.

Celedonio aceptó otro cigarrillo. La Remedios se fue de aquella, cuando le reclamaron las llaves, y ni tiempo tuvo de cargar con nada y menos de avisar a los golfos de los sobrinos. Con tres palmos de narices se quedó, porque ella tenía los mismos planes del ecónomo ese, y mangoneaba a la señorita a su antojo, siempre metiéndole miedo con el infierno y ya estaba la señorita para hacerle un poder. Casi prefiero que lo gaste el estafador del champán.

Lolo miró hacia el palacio, que por aquel lado del este doraba la piedra a aquella hora con el último sol. Tenía dos pisos halconados y un escudo pequeño de esquina. En el tejado, de cuatro aguadas, se abrían troneras y cuatro chimeneas simétricas, apagadas desde mucho antes, incapaces ya de orientar la dirección del viento con sus penachos de leña. La mirada sirvió como una interrogación y Celedonio siguió: "Yo no tengo llaves ni nadie ahora, a no ser el juez, o la policía o Dios sabe. Pero entro igual. La higuera grande me lleva hasta el tejado y desde allí me cuelo por una tronera que tiene un cristal roto. Entro casi a diario, como si siguiera una orden de los señores, y vigilo el silencio y cuando estoy con gracia doy cuerda a los relojes, que laten como si estuvieran vivos. A veces me veo reflejado en los espejos, sin esperarlo, y me asusto de mi propia vejez".

A Lolo le bullían los ojos, y los pies, y las manos, de ganas de entrar en aquella casa. En el balanceo de piernas se lo notó el otro y le dijo que si volvía por allí otro día y le invitaba a tabaco, él le guiaría dentro, pues parecía ágil para trepar.

El sol bajaba rápidamente, medio escondido ya en el horizonte.

Lolo azuzó la furgoneta como si fuera un pollino, y ella corría, ligera, llanura adelante. Tenía que entrar en la casona y al menor resquicio, limpiarla de todo lo bueno, y de lo menos bueno, antes de que llegaran otros o al sacristán le diera por morirse. Y de momento, al Tano, ni pío. La tarde siguiente, nublada y ventosa, volvió Lolo al pueblo fantasma, con una cajetilla nueva de Ducados, para abrirle boca al santero. Y sin ton ni son, desde las primeras palabras, la conversación se fue a las mujeres, y Celedonio habló de sus hambres de juventud, desde muy pronto atado a las faldas talares de don José. Ya desde niño se le iban los ojos a todas horas a la señorita no por ser la principal, que lo era, sino porque, ya entonces, era una de las pocas niñas del pueblo, siendo las otras flacas y renegridas y ella un punto rubicunda, con carnes que sabían agradecer las buenas tajadas que se comían en aquellos manteles.

Celedonio, con la vista entornada por el humo y el recuerdo, recomponía con las palabras el largo tiempo en el que la señorita no venía nunca por el palacio en los veranos, porque estaba en un colegio en Suiza, y cómo cuando volvió ya no quería ir con él al palomar, ni sentarse bajo la morera a preparar los gusanos de seda. Y luego vino lo de aquel novio estrecho y largo, que venía con un criado y no saludaba a nadie, adornado de una leve cojera en la pierna izquierda, que a sus ojos le daba un aire siniestro, como de ultratumba. La cojera no era de nacimiento, sino herida de guerra, hecha por un choque en una avioneta del que se salvó de milagro. Aquel primer verano, el cojo, que se llamaba don Ricardo, don Ricardo para acá, don Ricardo para allá, todos los criados a dejar el trillo y a complacer al señorito. Algunas mañanas, a la del Angelus, aparecía en el cielo con su avioneta, y daba unos pases, bien bajos, por encima de los campos y los corrales, y todos salían a mirar, y se ponían las manos como viseras, para no deslumbrarse, y abrían las bocas con el prodigio del señorito Ricardo haciendo tirabuzones en los cielos, y así hasta que un día no volvió, y Celedonio nunca supo si no volvió porque se había estrellado contra algún cerro o si es que había encontrado otra novia rica más cerca de su Valladolid. El caso es que aquel verano, todavía vivía la señora mayor, se cerró la casa antes que de costumbre, porque en los buenos tiempos la temporada se prolongaba hasta Todos los Santos y no se cerraban los postigos hasta dejar los crisantemos colocados en las lápidas del lateral del presbiterio, donde descansaban los muertos familiares.

Decían por entonces las mujeres del pueblo que la señorita se quedaba como está mandado para vestir santos y con el equipo hecho. El equipo era toda una legión de sábanas y manteles que, de vez en cuando, había ido trayendo desde el convento de Lerma, cestas y cestas pesadas que metían por la puerta principal, solemnemente, casi como si fueran ataúdes.

Celedonio, quizá por guardarle ausencia a la señorita, pensaba él, nunca había pensado en casarse y su condición laboral, como sacristán y campanero, solo le había permitido una larga y secreta relación con una viuda que había vivido cerca del río, a la que visitó cada noche durante años, en un tácito compromiso en el que aquella le daba de cenar, esmeradamente, incluso con postre goloso, y el pagaba en especie la atención.

Bien echó de menos Celedonio aquel convenio, desde que a la viuda del herrador la habían llevado en ambulancia una tarde, con un cólico miserere del que no volvió ni para enterrarse.

Fue por entonces cuando compré la tele. Vino por aquí uno con una furgoneta que alborotaba con un altavoz en lo alto por el que salía Juanito Valderrama con todo su poder. Las mujeres, ya pocas, salían a curiosear las lavadoras y las neveras, y el hombre, en cuanto me vio, me entró casa adelante con aquel ojo de Polifemo, con dos cuernos como un caracol, y me fue liando, liando, y hasta hoy. Y no me arrepiento, porque eso quita mucha soledad y abre los ojos al mundo. Y fue entonces, con la televisión, cuando descubrí verdaderamente a las mujeres. Otra cosa, otra cosa, nada que ver. Y dicen que ahora las hay en color, pero en esto la imaginación puede mucho. Pero lo de la señorita Amalia lo tuve siempre, en ausencia y en presencia, y aún me dura, y ahora mismo, cuando aprieta la soledad en los atardeceres del primer otoño, me cuelo en la casa y recorro las estancias como un sabueso, olisqueando el aire encerrado para sacar de él el aroma de las rosas de su perfume. Y abro las cómodas y meto los dedos torpes entre sus ropas, y más de una vez me desnudé y me puse sobre las carnes alguno de sus camisones finísimos, que me daban escalofríos.

Volvió a fumar y posó la mano derecha sobre el pecho flaco, en el que por el cuello de la camisa asomaban pelos rebeldes y blancos. Fue entonces Lolo quien habló de sus experiencias, bien escasas, que adornó como de hombre muy viajado, y eso es cierto que lo era. Voy a llevarle a usted aquí bien cerca, para que vea y pruebe mujeres de verdad y no esas pájaras de la tele ni ese fantasma que se pasea por los salones, pero bien me gustaría que usted a cambio me permitiera entrar en la casona, solo por ver.

Aquella misma tarde, todavía con luz en el cielo, treparon ambos higuera arriba y se colaron por el ventanuco, como garduñas.

En los trayectos de ida y vuelta, día tras día, Lolo tuvo tiempo de tejer su modo de ganarse al sacristán, pues no era cosa de, si había suerte, repartirlo con el Tano, que recibía el nombre de Angelito ente los del gremio, quizá angelito de Machín, porque era renegrido como cordobán. Había que convencerle, al Celedonio, de que él no le sacaba provecho al contenido de la casa, y aún a la casa toda si pudiera levantarla en volandas, vendría en nada la justicia a dar cuenta, o los mandados de canónigo, que ya andarán declarando y rindiendo cuentas, con los periodistas pisándoles los talones. Como él no tenía llaves de la casa, ni encargo de custodia ni cosa tal, nadie podía hacerle responsable. La iglesia era otra cosa porque bien se había encargado la institución de proteger sus pertenencias con amenaza de sacrilegio. La iglesia, no tocar, pero los bargueños que había visto en el palacio, y la media docena de jamugas, y la hermosa cama polaca con dosel y el medallero, tristemente vacío, y otro buen montón de cosas que tentaban los sentidos desde la penumbra, aquello todo se lo quitarían de las manos y mejor en las suyas que en otras.

Tierra de por medio

Celedonio llevaba tres noches sin dormir, trasplantado desde un paraíso de huríes a los ardientes infiernos de Lucifer, todo desde que Lolo se había metido de rondón en su vida, a descolocar las piezas inestables de sus días.

La primera tarde había aparecido con camisa blanca y ya no venía en el destartalado carricoche sino en una camioneta que no era gran cosa, pero más presentable para los planes que lo otro. Celedonio, por no ser menos, se vistió tal cual como hacía en los buenos tiempos para la misa de la santa patrona, Nuestra Señora de las Batallas.

Mandaba Lolo, que actuaba por referencias en aquella zona, y tuvo la ocurrencia de parar, como primera estación, en un edificio, al borde de la carretera, pintado de color fucsia, que tenía como único distintivo un letrero de luz intermitente en el tejado que decía club. Sobre la puerta de doble hoja, a la altura de la mirada decía: Las Amazonas. El susto fue grande para Celedonio, que, al oír pasos dentro, se calaba los calzones en gesto maquinal. Remedios en persona los recibió, vestida con un quimono verde que enseñaba sobre su pecho pecoso un gran crucifijo de oro, que Celedonio reconoció al momento.

Fue un instante confuso, porque Lolo ya había puesto el pie en aquel fuego eterno, mientras el otro tiraba de él hacia atrás. La madama, desconocida a medias con el pelo rubio y el colorete, animaba. Pasen, señores, bienvenidos, sin hacer gesto de conocer a los clientes. Celedonio reculó con espanto ante aquella visión, y arrastró con él al otro, que trotaba escaleras abajo, dando traspiés.

Acabaron, con sus mejores galas, en un bar del pueblo cercano, tomándose unos carajillos, apenas sin hablar, mientras los hombres coreaban los goles de un partido sin emoción y la de la barra, con cara de pocas bromas, hacía puntilla de ganchillo, contando las cenefas.

En pocos días, y a pesar del susto de la primera vez, la pareja de donjuanes había recorrido ya todos los burdeles de carretera de la comarca, bien nutrida de ellos, y Celedonio había visto de cerca mujeres variadísimas, con una mínima proporción de indígenas, porque las indígenas, en general, marchaban a Barcelona.

Al tiempo que avanzaban en el recorrido de farolillos rojos y cornucopias de purpurina, ya habían logrado trampear el portón de carros del palacio, con todo preparado para la operación salida. Aquel último lunes de mayo, ya con los días crecidos, Lolo tomó el camino del Norte y llegó hasta Carbayo, que se anunciaba de lejos en la carretera como capital del paraíso. Tenía él noticia de que aquella ciudad sería buena para lo suyo, porque había dinero, con sucursales de bancos en todas las esquinas, señoras perfumadas por las aceras anchas y casas señoriales con cupulines, en las que a los nuevos vecinos, tras las rehabilitaciones masivas, no les sobraría un mueble antiguo, para decir a las visitas que había sido de la bisabuela. Toda la tarde siguiente la dedicó a mirar locales en la parte baja de la ciudad, allí donde los bloques de casa baratas, míseras algunas, miraban a los prados condenados a ser solares. Los tendederos de los patios de atrás volteaban sus colores con la brisa que se colaba desde el mar lejano y algún perro sin raza ladraba a las palomas.

Entró en un bar, semicerrado a aquella hora y preguntó si sabían de algún local por allí para alquilar. El hombre que apilaba sillas junto a la puerta, le mandó pasar con un gesto y le preguntó que para qué. Cuando supo que quería vender cosas de segunda mano, con especialidad en cosa fina y de valor, antigüedades, torció el morro, porque por aquella zona había habido de eso pero todo se había cerrado para poner en su lugar güisquerías, bodegas y lagares, todo bien estofado con el tradicional negocio de la zona, tan antiguo allí como el Camino de Santiago. Yo mismo, añadió, que había empezado con una casa de comidas para obreros, cuando levantaron los bloques de las cien mil, pronto giré al negocio de la carne, usted ya me entiende. Charlando, charlando, le había ofrecido un localito allí cerca, de su propiedad, que solo tenía a la calle un escaparate de nada, pero que se abría a un hermoso tendejón sobre la vía, que había sido obrador de panadería. La vía ya era muerta, y el local, luminoso, mantenía la maquinaria, tinglados blancos de harina, como fantasmas, que en otro tiempo habían tintineado con el brío del amasado, con el ardor del horno y la cinta sin fin de los bollos de leche envueltos en papel de seda. Famosos en todo Carbayo aquellos bollinos de leche, lo que yo le diga. Pero claro, luego vinieron otras cosas, las hamburguesas y esas porquerías, y los niños ya no querían un hollín de leche con una onza de chocolate, y luego el panadero murió y los hijos no tenían dotes para el oficio, ni para ningún otro, un par de mangantes que pronto entendieron lo de la noche, casi se puede decir que fueron fundadores de la vida nocturna de la ciudad, que ahora está a lo grande.

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