La vida como victoria de un perdedor

Enrique Serrano, hijo de Paulino Vicente, trajo a Oviedo, la ciudad donde pasó la mitad de sus 93 años, una vida de infrecuencia inmoderada por el mundo académico y artístico

Enrique Serrano, fotografiado en su despacho de la galería Gainsborough, en los bajos del Reconquista, en 2018. | Carolina Díaz

Enrique Serrano, fotografiado en su despacho de la galería Gainsborough, en los bajos del Reconquista, en 2018. | Carolina Díaz / Javier Cuervo

Javier Cuervo

Javier Cuervo

De la «larga» muerte de Enrique Rodríguez Serrano (Oviedo, 1929), hijo de Paulino Vicente y hermano de Paulino Vicente «El Mozo», con galería de arte (Gainsborough) abierta en los bajos del Reconquista, supieron, primero, muy pocas personas relacionadas con los oficios del arte. La historiadora del arte y gestora cultural Lucía Falcón buscaba el rastro de algunas obras de su tío, Juan Falcón, cuando escuchó que Enrique Serrano había fallecido hacía dos semanas. Mediaba el mes de marzo, y la certeza de que este ovetense singular que parecía inmortal había fallecido tardó en asentarse en la ciudad, en parte porque su viuda, Carmen García Cosmen, cubrió con discreción y silencio el óbito. El periodista Javier Cuervo traza ahora, a modo de necrológica en diferido, la semblanza de este doctor en Derecho y Políticas, académico por medio mundo y galerista en su ciudad natal, de conversación larga y desencuadernada, y recupera en su relato las memorias que le dictó hace trece años para las páginas de LA NUEVA ESPAÑA.

De la salud de Enrique Serrano habla que se casó in artículo mortis hace 42 años con "Mignón" (linda), como él llamaba a Carmen García Cosmen, su viuda. De su dotación genética, que murió a los 93, con tres años más que su padre, el pintor Paulino Vicente. De sí mismo, nadie hablaba tan largo y enmarañado como él, con un estilo aprendido en el pequeño Oviedo donde creció y ampliado en todo el mundo que recorrió este doctor en Derecho y Ciencias Políticas que fue docente en las universidades de Edimburgo (Escocia), Columbia (Nueva York), Santa Bárbara (California) y Boston (Massachusetts). Conoció personalidades como el poeta Jorge Guillén, el escultor Henry Moore, el pintor Salvador Dalí, el diplomático y escritor Salvador de Madariaga o el novelista Ramón Pérez de Ayala. Tertulió con el periodista Julio Camba, el escultor Sebastián Miranda, el torero Juan Belmonte, el crítico de cine Alfonso Sánchez, el dramaturgo Antonio Díaz-Cañabate y la actriz y cantante Maria Dolores Pradera. Se empeñó en sacar el arte de su padre de Oviedo, al que admiraba y lo contrario, quería y culpaba de una paliza que le llevó a la frontera de la muerte. Una pregunta concreta podía alcanzar la respuesta después de un relato maratoniano por 42 años de vida, 42 personajes distintos, 42 escenas, todas bien narradas a lo largo de 42 minutos con regodeos pedantes.

En su larga vida de contactos, huidas y desencuentros, de hombre despierto y enfermo narcoléptico fue un nómada que acabó asentado en Oviedo con una buena biblioteca, una colección de cuadros notable y otra de 160 plumas, 40 de ellas, Mont Blanc. Explicaba el amor no correspondido hacia su hermano mayor, Paulino, "El mozo" y la ambivalencia de su relación con su padre Paulino Vicente. Su vida estuvo traspasada por dos rayos de tuberculosis, la de su madre, que le hizo huérfano con 4 años e hijastro con 9 y la de su hermano, tan rebelde con su padre.

Enrique Serrano en su casa, a los 80 años, ante el retrato que le pintó su padre cuando rondaba los 40.

Enrique Serrano en su casa, a los 80 años, ante el retrato que le pintó su padre cuando rondaba los 40. / LUISMA MURIAS

Quique Serrano se enfocó hacia la literatura ya en sexto de bachillerato, cuando escribió para el diario "Región" su primer artículo, sobre el poeta Carlos Bousoño, recién llegado de Boal, al que oiría a Jorge Guillén ridiculizarlo, algunos años después.

En 1956 estaba en Edimburgo en lo que fue una sucesión de estancias universitarias a los dos lados del Atlántico que acabaron en Madrid en 1972 por un lío de faldas que merece recordar. En la California donde Ronald Reagan era gobernador y él un profesor asociado, conoció a la esposa de un psiquiatra, del que tenía dos hijos pequeños, guapa, con coche y mucho interés por el impacto de los místicos españoles en los metafísicos sobre el que le iba a preguntar al despacho. Como una cosa lleva a la otra, acabó conociéndola y reconociéndola bíblicamente en la casa de la costa, un chalé enorme con vistas al Pacífico, comprado con el esfuerzo del psiquiatra, propietario de una clínica de desintoxicación para alcohólicos. Serrano también se hizo amigo del marido, al que visitaba si se encontraba enfermo y con el que intentó convertir en espacio de exposiciones una bellísima iglesia presbiteriana del siglo XVII levantada en Sausalito.

Todo habría ido bien, pero la casada empezó a declararle cuánto le querían ella y sus dos hijos y cómo su marido iba a abrir una segunda clínica con una enfermera principal que era una sueca impresionante a la que tenía instalada en una roulotte en la finca. El olfato de Serrano le indicó que se encontraba en medio de un divorcio a la californiana y puso tierra por el medio.

A partir de ese momento, la tierra nunca dejó de moverse bajo sus pies. Una oferta en Texas no le convenció y una promesa en Nueva York del cónsul de España en Toronto, Javier Conde, le llevó a Madrid para dar clases en la Universidad Autónoma del asturiano Aurelio Menéndez. Pero en Madrid, Conde desatendió la promesa en lo que expresivamente definió Enrique Serrano como "se limpió los cojones conmigo".

Esa sucesión de fracasos le trajo de regreso a Oviedo, aspirando a una vacante de Sociología en la Facultad de Económicas que tampoco pudo ser por tantas causas como imaginarse pueda y una lista de nombres en contra que iban desde Elvira Martínez Chacón (Opus Dei), José Luis García Delgado (entonces filocomunista), Ignacio de la Concha (sobador de un alumno), Teodoro López-Cuesta, Rafael Anes y un chico sonriente llamado Germán Ojeda, al que no podía suspender. (Todas las calificaciones entre paréntesis son del fallecido y fueron publicadas el 15 de marzo de 2010 en LA NUEVA ESPAÑA).

De ahí en adelante, Enrique Rodríguez Serrano valoró los cuadros que había ido comprando a lo largo de su viajera vida, se fue a Argentina a comprar barato tres o cuatro pinturas que serían su seguro de vida y su pensión de jubilación y se dedicó a vender arte bajo los arcos del Hotel Reconquista, a meterse en casa, a hablar en una tertulia muy restringida que perdió hace dos años al historiador David Ruiz y a despotricar de Oviedo, como tanto le gustaba.

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