Consejo de sabios en Pumarín

Valentín Cuervo, Monchu Vega y Pepe Campos, memoria de un barrio en cuyos nuevos y grandes edificios ellos siguen viendo las casas de siempre

Por la izquierda, Valentín Cuervo, Monchu Vega y Pepe Campos, en la calle Piñole, en Pumarín.

Por la izquierda, Valentín Cuervo, Monchu Vega y Pepe Campos, en la calle Piñole, en Pumarín. / Fernando Rodríguez

Gonzalo García-Conde

Gonzalo García-Conde

Oviedo

Sigo echando de menos el puente de Pumarín, aquella estructura ferroviaria sólida, rotunda, que rajaba en dos la calle Picasso y cruzaba sobre el tráfico de General Elorza buscando la Estación del Vasco. El cadáver de aquellos fierros reposa hoy abandonado a la altura de Pontón de Vaqueros porque somos poco respetuosos con nuestro pasado industrial. Ese puente contaba cosas. Daba entrada a aquel barrio germen de la clase trabajadora de la ciudad, pero tenía, además, conciencia política. Rara era la vez que no colgaba de él una sábana pintada llamando a la huelga, denunciando despidos. ¿Quién lo recuerda? "Llibertá pa Pin y los insumisos presos". Vetusta circulaba bajo sus pilares tomando conciencia de la realidad del resto de Asturias.

Pienso en aquello cada vez que enfoco la avenida Pumarín, rutina que sigo semanalmente en busca de sus generosas fruterías. Los del centro lo tenemos mal para comprar verduras fuera de los supermercados, mientras que en este barrio hay docenas de pequeñas tiendas hermosas que compiten en frescor y colorido. Me resultan irresistibles. Poco me importa la caminata, siempre hago ese avituallamiento aquí. Así que el día que me citaron para conocer a Pepe, Monchu y Valentín aproveché para traer mi carro de la compra. De hecho, me cité con ellos frente a una de mis favoritas que está junto a lo que los más antiguos del lugar, ellos mismos, aún llaman el Alto Pumarín.

Este singular consejo de sabios me recibe en una mañana soleada con muchas ganas de desempolvar recuerdos. Son memoria del barrio. Con un sencillo giro sobre sí mismos ya me señalan dónde estaba el antiguo Llagarón. Dónde crecía el Arbolón, un olmo centenario al que una tormenta arrancó de su raíz en 1954. Dónde vivía la célebre Chata Pumarín. El que mejor la recuerda, Monchu, nació en la buhardilla de ese mismo edificio: "Aquella mujer tenía fama de provocar, pero lo único raro eran sus pintas, muy estrafalaria para la época. Vestía con muchos colores, pendientes y collares muy grandes. Le gustaba ir a las fiestas, bailar, y era muy… fea, era chata. Pero nunca hizo nada malo. Lo que se decía, si provocaba a los hombres, yo nunca lo vi. No lo vio nadie".

Mis nuevos amigos comparten un superpoder. Cuando caminan juntos tienen la capacidad de solapar pasado y presente. Puedo notar que, cuando miran un edificio nuevo, pueden sustituirlo por los paisajes de su infancia. La madre de Monchu tenía una tiendina ahí mismo, el Puestín, donde vendían casi de todo: "Un pellejo de setenta litros de vino cada dos días, cuartos de picadura de tabaco…". Ese comercio familiar fue el que marcó su carácter abierto, el conocer a todo el mundo, el recopilar anécdotas. También su pasión por los deportes, especialmente por el fútbol. En eso es autoridad. "El Pumarín hubiese podido jugar mucho más arriba. Jugadores siempre los hubo. Pero el equipo perdió su esencia cuando dejó de jugar en el barrio".

Continúa el paseo y ellos persiguen la sombra de sus recuerdos: el antiguo hospital militar, Sifones La Ibérica, Casa El Africano, el bar La Molinera, el tren junto a las colonias de Económicos, la iglesia en construcción. El cine Palladium: "Un cine de arte y ensayo en un barrio como este, íbamos a ver las películas porque las echaban, porque decían que estas eran las buenas. Películas muy raras a veces, ‘La vida de Brian’ o ‘La Naranja mecánica’", recuerda Pepe. Mientras Monchu encadena una anécdota con otra puedo ver en la expresión de Valentín cómo está visualizando a toda aquella catarata de personajes de los que cambian apellidos por motes: Ramón Canuto, Gelín el Quemao, Ramonín el Pilu, Pepe el Sifo, los Piruchos, Luis el Pata, Lamparilla, Luki… Alfonso Fernández, qué boxeador, llegó a ser campeón de Europa. Los partidos robados, la Peña Carrete, en cuyo local acabamos viendo fotografías. Los viajes por toda Europa que organizaron desde allí. Un barrio donde todas las puertas estaban siempre abiertas. Donde la Navidad se compartía y se iba cantando de bar en bar, de casa en casa. Monchu nació allí, Valentín vino con dos años, Pepe llegó poco más tarde, cuando el Tocote, con sus padres y sus cinco hermanos. "Los mayores no sé, pero los críos del Tocote enseguida se adaptaron al barrio como si fueran de aquí. Eso sí, Pumarín ya existía antes, que conste".

Ya casi terminando, a punto de irnos a tomar un vino, hay algo que me reconcome: "Me habéis estado enseñando sitios donde yo veo una cosa y vosotros recordáis otra. ¿No tenéis la sensación de que os han robado el barrio que conocisteis?" "Yo no", contesta Pepe, "porque el barrio siempre ha ido a mejor: el centro de la tercera edad, el polideportivo. Siempre a mejor". "Yo tampoco", tercia Monchu, "pero a la gente sí, a todos los que faltan, eso es lo que echo de menos". Pero, ay, Valentín: "Yo sí, lo echo de menos cada día. Recuerdo todo tal y como era. Y muchas veces sueño que todo vuelve a ser como entonces, aquel Pumarín me vuelve por las noches". Tres paisanos fabulosos, tres sabios. Qué memoria, qué manera de celebrar la vida. Ellos son también puente entre pasado y futuro, uno que no debemos abandonar tirado en cualquier sitio. Con Valentín, además, comparto la pasión por la nostalgia y las fruterías. Nos quedan pendientes muchas batallitas por contar, muchos personajes que rescatar. Quedaremos más veces.

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