Opinión

La vida sigue igual: crónica del concierto de Nacho Vegas en la última sesión de La Salvaje

Nacho Vegas, el viernes, durante su concierto en La Salvaje.

Nacho Vegas, el viernes, durante su concierto en La Salvaje. / Julián Rus

Vino a tocar Nacho Vegas a La Salvaje el viernes y lo hizo como si fuera la primera y la última vez. No porque, efectivamente, nunca antes la sala hubiera acogido un concierto suyo ni tampoco porque el local, ¡ay!, haya echado el cierre para siempre. Sucedió que lo que iba a ser el último concierto en la historia de La Salvaje fue también una epifanía colectiva bajo un signo revelador y único, un momento de gozosa redención para sacudirse la nostalgia y decir que el tiempo pasa, nuestro futuro se estrecha y las canciones que se han quedado se hacen cada vez más grandes. Esa idea cabe en una máxima clásica en latín, en una canción de Julio Iglesias y también en un Nacho Vegas agarrado a la guitarra española con el público a un palmo, sala pequeña y el apenado arpegio de Cohen acompañando su voz de temblor y rabia cuando te dice al llegar que era un extranjero. Esa versión que le lleva acompañando desde los primeros años, cuando se subía a un autobús y se presentaba en cualquier rincón de Asturias como cantautor a pesar del resto del universo, abrió el concierto de La Salvaje situando ya al público en un liberador viaje de ida y vuelta. Estamos aquí, seguimos cantando, cierra una sala, la emoción es eterna.

El concierto lo había prologado el breve recital de Tania Pereira: melismas arrebatadores, una maravilla cuando rabia en los agudos y canciones hermosas de su nuevo disco, "Rousa de Xericó".

Después llegó Nacho, acompañado tras el arranque en solitario por dos de los músicos de su banda habitual: Ferrán Resines y Hans Laguna. En los teclados y la guitarra eléctrica, respectivamente, aportaron unos mimbres mínimos para vestir apenas la desnudez con la que se presentó el viernes el músico asturiano, otro gesto que vino a redondear la dimensión catártica de la noche.

El repertorio también ayudó mucho. Todavía atado a la española, siguió con "Lluz d’agostu en Xixón", "Cuando te canses de mí" y la conmovedora "Hablando de Marlén". Liberado del instrumento y con la banda metida más en el rudio y la harina, el recital se deslizó al territorio de la canción protesta y la revolución. Sonaron con honores de himno "Aida Lafuente" y "Ciudad Vampira" y todavía tuvo tiempo a recogerse un instante en la delicadísima, perguapa, "Muerde’l branu", maravilla de versos del poeta Pablo Texón. Sin abandonar el camino más comprometido, Nacho ofreció algunas canciones del repertorio de "Violética" –"La séptima ola", "Ser árbol"–, "Reloj sin manecillas", una versión del "Arriba quemando el sol" de Violeta Parra y acabó en otra de esas extensas crónicas urbanas, una de las mejores de su repertorio por su eficaz equilibrio entre lo cotidiano y lo comunitario, y no tan interpretada en directo: "Ramón In". El público, rendido desde el inicio del recital, estaba ya a esas alturas dispuesto a cualquier cosa, también a peregrinar en ese mismo momento hasta Gijón para liquidar la estatua de Pelayo y levantar la que reclama la canción para Ramón. En vez de eso, todos siguieron cantando y corearon "Vino, cantares y amor" junto a Esther Roldán y Alfredo "Sólo" González, invitados al escenario. Gritaron el "habrá que demoler" de la soberbia "La gran broma final" y celebraron haber casi conocido a Michi Panero antes de que otro "La canción de la duermevela" pusiera el anticlímax, despedida y cierre a un concierto inolvidable para agradecer el camino a La Salvaje a través del que han realizado las canciones de Nacho Vegas. Afortunadamente, la vida seguirá igual.

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