Saltar al contenido principalSaltar al pie de página

El drama de tres jóvenes sin hogar que reconstruyen sus vidas en Oviedo: "Me sentía solo, intenté suicidarme en tres ocasiones, en una de ellas tirándome al tren"

"Son ángeles, nos han devuelto la vida", aseguran los chavales de la asociación Albéniz, que les ayudó a labrar un futuro: ahora estudian o trabajan

Yovany dejó Honduras, un país donde ser gay podía costarle la vida, e intentó entrar ilegalmente en EE UU, viajando en un camión frigorífico con más de 100 personas y cruzando desnudo el río Bravo, pero acabó detenido y deportado

María creció en un ambiente "insoportable", salió de casa, durmió en un soportal, probó sustancias, robó para sobrevivir...

Juan, de Paraguay, sufrió la separación de sus padres, descubrió que la pareja de su madre no era quien parecía e intentó quitarse la vida

Yovany, María y Juan en el piso que la asociación Albéniz tiene en Oviedo para ayudar a los jóvenes sin hogar.

Yovany, María y Juan en el piso que la asociación Albéniz tiene en Oviedo para ayudar a los jóvenes sin hogar. / F. V.

Félix Vallina

Félix Vallina

Tiene 22 años y una historia marcada por la huida, la soledad y la valentía. Dejó Honduras poco después de cumplir la mayoría de edad, escapando de un hogar donde no encajaba y de un país donde ser gay puede costarte la vida. Sus padres se endeudaron para pagarle a un "coyote" que lo llevara ilegalmente a Estados Unidos. El viaje fue una pesadilla: 25 días atravesando territorios del cartel mexicano de los Zetas, viajando hacinado en un camión frigorífico con más de 100 personas y cruzando desnudo el río Bravo antes de saltar el muro hacia Texas. Lo detuvieron al otro lado y pasó cinco días en la cárcel antes de ser deportado. Años después, movido por ese afán de escapar de Honduras, acabó en Oviedo sólo y desamparado. Tras un mes durmiendo en un albergue, guareciéndose de la calle, la asociación Albéniz le dio un techo y la oportunidad de empezar de nuevo.

La de Yovany –"a secas, y con ‘Y’ al final", como pide ser tratado en este reportaje– es sólo un ejemplo de la realidad de muchos jóvenes que viven en la calle, sin un hogar ni redes de apoyo. "Llegué a Oviedo por una amiga de mi pueblo que estaba aquí. Entré con visado de turista y estuve tres días durmiendo en su casa, pero después tuve que irme a la calle", explica el joven. "Me pasaba todo el día buscando trabajo sin conseguir nada. También pedí ayuda a las administraciones, pero al final tuve que acudir al albergue Cano Mata para no dormir a la intemperie", añade Yovany.

Y es que su obsesión era trabajar. Y ya no por él, sino por su familia. "Mis padres tenían que pagar la deuda que habían contraído con las maras y con un familiar que también les había prestado dinero cuando intenté entrar en Estados Unidos", explica. La desesperación lo estaba matando hasta que conoció a la asociación Albéniz, que le abrió la puerta de su piso de acogida de Oviedo, uno de los programas que tiene en marcha este colectivo para combatir el sinhogarismo. "Estaba desesperado hasta que acudí a la asociación Albéniz y me admitieron en este piso", cuenta. Allí comparte espacio con otros siete jóvenes que, como él, no tenían hogar y necesitan reconstruir su vida.

Las educadoras sociales de Albéniz se convirtieron en su familia. "Me ayudaron a soltar toda la mochila con la que cargaba. Yo nunca había podido hablar en Honduras de mi condición sexual, estaba solo y tenía miedo", dice en referencia a Esther Fernández y Gabi Tizzi, entre otros miembros del equipo. Ese acompañamiento humano le ha permitido, poco a poco, recuperar la confianza y proyectarse hacia el futuro. Hoy, tres años después de llegar al piso, Yovany es el residente más veterano. En este tiempo ha completado el Grado Superior de Integración Social, y sus educadoras acudieron a su graduación para celebrar su logro. Además, sigue formándose, tiene pareja y trabaja de cajero en un supermercado de la capital, construyendo paso a paso la vida que soñó durante tantos años.

Un infierno

La de María –nombre ficticio– también es una historia peliaguda. Tiene 19 años y nació en Oviedo, pero su hogar nunca fue el más recomendable para una niña. Hija de padres marroquíes, creció en un ambiente donde todo estaba medido y controlado. "Mis padres no me dejaban hacer nada. No podía salir con mis amigas, me revisaban el móvil todo el tiempo… Era un infierno", cuenta con recelo. A veces, las discusiones pasaban de las palabras a algo más grave, y la sensación de encierro se volvió insoportable. "Vivía hundida, sin ganas de nada", resume la joven.

El cambio empezó gracias a un profesor. Tenía 16 años cuando él se dio cuenta de que algo no iba bien. "Me veía muy mal, sin energía, y decidió hablar con la orientadora del instituto", recuerda María. Ella ya había pedido a sus padres que la llevaran a un psicólogo, pero nunca la escucharon. Tras la intervención del centro educativo, finalmente accedieron. Aquella primera sesión fue un punto de inflexión. "Me liberé con la psicóloga y le conté todo. Vio que la situación era muy grave", relata. La profesional dio la voz de alarma y, poco después, los servicios sociales intervinieron. "Me dijeron que en un centro estaría mejor que en casa, y tenían razón", añade.

Pasó cuatro meses en un centro de Oviedo y, después, año y medio en otro de Gijón. Allí, por primera vez, se sintió protegida. Pero al cumplir los 18 años todo cambió. "Desde la consejería de Derechos Sociales me dijeron que ya no podían hacerse cargo de mí y que me buscase la vida", explica. Sin recursos ni familia a la que recurrir, acabó durmiendo en la calle junto a una amiga que estaba en la misma situación. "Dormíamos en un soportal y llegamos a pasar mucho frío", recuerda.

La calle la arrastró a lugares oscuros. Probó varias sustancias, se enganchó a los porros y llegó a robar para poder sobrevivir. Hasta que, agotada, buscó refugio en un albergue. "Allí convivimos con personas de todo tipo", dice. Tres meses y medio después, la asociación Albéniz apareció en su vida. "Me ofrecieron entrar en su piso compartido de Oviedo. Fue como respirar otra vez", afirma.

Ahora María vive junto a otros jóvenes en su misma situación, estudia para sacarse la ESO y sueña con dedicarse a la música. Rapea, escribe sus propias letras y siente que, por fin, camina hacia un futuro posible. "Me gusta cantar y componer. Ahora estoy mucho más tranquila y me siento protegida", asegura. Lo dice sin miedo, como quien por fin se ha encontrado a sí misma.

Acoso escolar

El caso de Juan refleja otra cara del mismo problema. Nació en Paraguay y aterrizó en Oviedo con solo siete años, donde su madre ya trabajaba desde hacía un tiempo. Dejó atrás a su abuela y al resto de su familia, con quienes había vivido hasta entonces. El cambio fue brusco. "Tuve que repetir segundo de Primaria y enseguida empecé a notar que no encajaba", recuerda. El colegio se convirtió en un campo de batalla. "Se metían conmigo por mi nivel de estudios y por ser extranjero", explica. Aquellos años lo obligaron a madurar antes de tiempo, a defenderse, a blindarse. Por fuera aparentaba fortaleza, pero por dentro lo estaba pasando muy mal.

Su madre se había casado con un hombre español al que Juan siempre llamó "papá". Lo quería de verdad y pensaba que era su padre biológico. Cuando la pareja se separó, se enteró de que no lo era. "Fue un golpe tremendo", confiesa. A partir de entonces, todo empezó a tambalearse: la casa, la estabilidad, incluso su propia identidad. Su vida se convirtió en una sucesión de mudanzas y afectos fugaces. Durante un tiempo vivió con una mujer que lo cuidaba mientras su madre trabajaba. "Una de sus hijas era como mi hermana", dice con ternura. Pero también tuvo que separarse de ellas. Más tarde se trasladó con su madre y su nuevo novio a Colloto, después a La Corredoria… "Fueron muchos cambios, y cada vez me sentía peor", cuenta.

Abandono

El desarraigo y la inestabilidad acabaron pasándole factura. Intentó quitarse la vida en tres ocasiones. "En una de ellas quise tirarme al tren", recuerda con la voz quebrada. "Me sentía solo en mi propia casa", señala. Su madre no entendía lo que le ocurría. "Estaba más preocupada por su novio que por mí", añade. Hasta que, finalmente, lo echó de casa. Sin otro lugar al que ir, durmió varios días en el trastero de una amiga.

Abandonó los estudios y fue ingresado durante un mes en la unidad de salud mental. Allí conoció a una trabajadora social que decidió ayudarlo. "Ella me escuchó de verdad", dice. Fue quien lo puso en contacto con la asociación Albéniz, que le ofreció una nueva oportunidad. Desde hace medio año vive en uno de sus pisos de acogida de Oviedo. Está tramitando sus papeles, retomó los estudios para sacarse la ESO y se levanta cada día con un propósito claro: entrar en el Ejército. "Desde Albéniz me devolvieron a la vida, son ángeles", dice. Y en sus palabras se percibe algo que antes le faltaba: futuro y una esperanza que por fin se siente suya.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents