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Álvaro García Linera, pensador, exvicepresidente de Bolivia entre 2006 y 2019: "Defender la democracia de los valores es insistir en las claves de su deterioro"

Experto marxista, una de las voces más respetadas de la izquierda, el autor de "Cuidar el alma popular" contempla hoy los años de su Gobierno con Evo Morales como una revolución no fallida: "Las revoluciones también terminan, y ese es su éxito"

Álvaro García Linera.

Álvaro García Linera. / Irma Collín / LNE

Chus Neira

Chus Neira

Oviedo

Álvaro García Linera (Cochabamba, Bolivia, 62 años) fue vicepresidente del gobierno de Evo Morales entre 2006 y 2019 y está considerado uno de los máximos referentes intelectuales del pensamiento de la izquierda contemporánea. Exiliado en Argentina y ya de regreso a su país, visitó Oviedo este fin de semana para participar en el festival de literatura social "Pan y Roses" en charla con Juan Ponte y para presentar algunos de sus últimos libros, "Cuidar el alma popular" o "El concepto de Estado en Marx".

Byung-Chul Han dijo hace una semana en Oviedo que la crisis de la democracia se debe al vaciado de sus valores y que debemos recuperarlos –cuestiones como el respeto o la solidaridad– para reformarla. ¿Qué le parece ese análisis?

Comparto el diagnóstico, común a muchos autores, sobre el deterioro de la democracia contemporánea. Algunos hablan del fin, la muerte o el colapso de la democracia. No soy tan apocalíptico, pero hay datos objetivos que te muestran que hay un cansancio, un deterioro de la voluntad en las sociedades democráticas, y no es sólo que estén siendo objeto de un ataque deliberado por parte de fuerzas autoritarias muy conservadoras. No, las encuestas a gran escala indican que hay un declive del apoyo a la democracia en el mundo entero como régimen de organización en las sociedades modernas. Eso lo comparto.

¿Pero?

Difiero en las condiciones del deterioro y en las maneras de superarlo. La democracia que empezó a surgir a principios del siglo XX con la extensión del voto pudo expandirse con la fuerza que lo hizo porque venía apoyada por el movimiento obrero, acompañada de procesos de bienestar y redistribución de la riqueza. Pero en los últimos años la democracia de los valores se ha disociado de la democracia de la redistribución de la riqueza. Ese es el punto decisivo para entender el deterioro del apoyo social, el desencanto. Insistir en que defendemos la democracia como un hecho de valores es insistir en las condicione, en las claves, de su deterioro. Está claro que el mundo ha cambiado y las sociedades se han desindustrializado, pero la solución tiene que pasar por una composición de democracias de carácter popular que ni se oponen ni son sustitutas de la democracia liberal, sino que la complementan. La clave está en pasar de la democracia entendida como valores y vaciada de contenido material a una democracia que tiene principios éticos pero que tiene una cualidad material de bienestar. Y eso va a venir por el lado de vincularse, unirse, enriquecerse con formas de participación entre gentes que plantean sus necesidades y frustraciones de manera directa: en la vida familiar, local, barrial, laboral. Yo lo he llamado la democracia compuesta. Esa es la hipótesis.

Respecto a los valores, ¿cómo explica que aquellos sobre los que hay un aparente consenso universal —piense en la Agenda 2030— provoquen cada vez más rechazo entre las clases populares?

La agenda no es incorrecta. Fue elaborada en un momento de estabilidad global expansiva y luego vino la crisis. Y eso ha colocado en la mente de los gobiernos, las instituciones y la gente de la calle otras urgencias más inmediatas. La Agenda 2030 fue planteada en tiempos en que se pensaba que el orden liberal global de libre mercado no tenía límites. Casi era el último estado de la naturaleza humana. Fue diseñada pensando que se podía avanzar hacia unos objetivos claros porque el orden se mantendría. Pero este orden se ha removido de manera dramática en los últimos años. La crisis de 2008 ya fue un síntoma. Luego vino el Brexit, la victoria de Trump, la guerra en Ucrania, el neoproteccionismo norteamericano… Y el orden mundial basado en normas, que era como la cúpula que cubría la Agenda, se ha desplomado. Y no es que haya otro orden, simplemente no hay orden. Es el tiempo liminal, y no hay un sustituto.

¿Hasta cuándo?

Va a ser así por lo menos una década más. Es cíclico en la historia de la sociedad moderna, desde el orden liberal de 1870 hasta la crisis del patrón oro en los setenta, todo acompasado por periodos liminales. Ciertamente habrá un nuevo orden. Todo dependerá de una articulación virtuosa entre narrativas, sistemas de creencias que recuperen la confianza y el apego moral de gobernantes y gobernados, pero con una manera diferente de organizar la economía, un patrón económico y tecnológico que garantice un crecimiento económico sostenible.

¿Qué importancia le da en todo este contexto a la revolución digital?

Ha tenido dos grandes acontecimientos. Uno ha sido a finales de los noventa y principios de los 2000, con internet y sus derivados. El segundo es la IA de los últimos cinco años. Con el primero se esperaba que las tecnologías asociadas a la digitalización hubieran generado una expansión de la productividad laboral, y no sucedió eso. Hoy hay riesgo de que suceda lo mismo con la IA, a la que se están dedicando gigantescas inversiones, casi especulativas. Se sustituirán empleos, sí, pero no está impulsando todavía la productividad. De hecho, el Nobel de Economía del año pasado, Daron Acemoğlu, hace un cálculo bastante modesto de cómo la IA mejorará la productividad laboral en los próximos 20 años, de entre el 0,2 y 0,4 % anual. No está mal, pero no está claro que sea el gran soporte tecnológico que traerá la mejora de la economía.

Usted fue protagonista directo de la experiencia boliviana. ¿Por qué fracasó allí la nueva izquierda transformadora?

El caso boliviano no es un ejemplo de la transformación inconclusa, fallida, sino al contrario, del éxito de una transformación, pero, y esto es lo novedoso, un ejemplo también de los límites de las transformaciones. Las transformaciones también se agotan. Los ímpetus transformadores se cumplen y por cumplirse encuentran un agotamiento y un límite. Las promesas, al cumplirse, se han ejecutado y por tanto se han agotado. Las revoluciones también terminan, no son permanentes. Su éxito es ese: que terminan. La cosa es si tienen la capacidad para renovar sus propuestas, entender las transformaciones que empujaron y adecuar sus propuestas a la nueva realidad que han producido. En ese tránsito vienen los problemas.

¿Eso fue lo que les sucedió en Bolivia?

En Bolivia una de las grandes promesas fue empoderar a la población indígena que vivía en una condición de semiservidumbre hasta el año 2005. Logramos también un empoderamiento económico. Bolivia era la sociedad más pobre del mundo después de Haití, con el 60 % de los bolivianos pobres. En una década esa pobreza se ha reducido al 25 %. Pero el gran dilema de la izquierda en América Latina es ser capaz de entender lo que has hecho para plantearte nuevas tareas. Una sociedad que ya tiene agua potable, luz eléctrica, colegio digno a un kilómetro y calle pavimentada ya no es la misma que antes. Tiene otras expectativas y esperanzas de ascenso social. Y cuando tú te quedas trancado imaginando la situación como hace quince años es que no entiendes lo que has hecho, no entiendes tu propia obra. El MAS no ha tenido suficiente perspicacia para renovar su mirada sobre la sociedad y plantear un nuevo horizonte, tomó decisiones políticas anacrónicas que llevaron a la crisis económica actual y el resultado es que pasó a un 3 % de los escaños después de haber tenido el 55 %.

¿Esperaba un descalabro tan grande?

La crisis económica no perdona a nadie. Pasó en Argentina y va a pasar aquí. La primera labor es resolver los problemas económicos. Si no lo haces, todo lo demás es insostenible.

Usted estaba viviendo en Argentina en la época del ascenso de Milei. ¿Cómo lo vivió?

Era previsible. En agosto de 2023 mis amigos argentinos decían que era un loco y yo les insistía en que la inflación diluye lealtades. El dinero es el principal poder social que las personas tienen en sus manos. Con eso lidias el futuro de tu hijo, y cuando lo volatilizas con la inflación no esperes ningún resultado electoral. Todo lo demás no importa. Nadie en el mundo gana unas elecciones con una inflación del 50 %.

Ha escrito varias monografías sobre Marx. ¿Sigue siendo válido su pensamiento como herramienta de análisis? ¿Podemos decir que Marx no se equivocó?

[Mira largo tiempo por la ventana antes de contestar] El marxismo sigue siendo un horizonte insuperable de nuestra época, como decía Sartre. Y no tanto por la consistencia de sus categorías o conceptos, algunos todavía muy pertinentes, sino por la manera en cómo aborda la realidad. No aborda la realidad para justificarla ni tampoco para denostarla. Lo que hace es buscar la raíz de la realidad y qué límites tiene, buscar la esencia de las cosas y su temporalidad histórica. Te exige conocer de una manera más profunda y sistemática el resto de teorías, descomponerlas y triturarlas. El marxismo es una exigencia metodológica. No es una exhibición de banderas de lealtad a unas categorías, sino una exigencia agobiante de absorber todos los conocimientos existentes para ir más allá de ellos. Es la superioridad en la manera de conocer, no en la belicosidad de los discursos.

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