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La Catedral de Oviedo: un dechado de belleza

Naves estilizadas, columnas colosales, ornados dinteles y magníficas capillas para conformar la morada del Señor

Jorge Juan Fernández Sangrador

“Qué deseables son tus moradas, Señor del universo. Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo. Hasta el gorrión ha encontrado una casa; la golondrina, un nido donde colocar sus polluelos: tus altares, Señor del universo, Rey mío y Dios mío. Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre", confiesa el autor del salmo 84 (83), que no encuentra, en su mundo, belleza que iguale a la del templo: «Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa».

Yo tampoco la encuentro en el mío que sea equiparable a la del templo catedralicio de Oviedo: la estilización de las naves, la luz irisada que se proyecta en ellas a través de los vitrales, los rosetones que atraen las miradas hacia el óculo en donde empieza, tras los celajes, el cielo, tan arriba y, a la vez, tan cerca; las colosales columnas, que confieren la seguridad de que, si la mente se eleva a las alturas de donde proviene la luz, los pies están bien afianzados en la tierra; las geometrías y proporciones divinas, la sobriedad de los arcosolios bajo los que reposan las dignidades, los pórticos y sus ornados dinteles, la elegancia y magnificencia de las capillas laterales, los retablos con las imágenes, a las que el magín y la técnica de los tallistas lograron infundir apariencia de vida; y el pavimento ajedrezado, en el que los extremos angulares de las baldosas apuntan en dirección al testero, encaminando así a los fieles hacia el altar y la cátedra, que la girola circunda y en la que ángeles, profetas, apóstoles, pastores, vírgenes mártires, monjes y elegidos rodean, como trasunto de la Jerusalén celestial, el trono de Dios y del Cordero.

El retablo mayor, como un pergamino que desenrollándose desde el cielo, desciende hasta la tierra

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Y en el presbiterio, «ad orientem», el retablo mayor, como un pergamino que, desenrollándose desde el cielo, desciende hasta la tierra. En él están representados los principales acontecimientos de la historia terrena del Salvador del mundo, que, prefigurados y profetizados en el Antiguo Testamento, son susurrados al oído del obispo, cuando está sentado en la cátedra, por los apóstoles san Pedro y san Pablo y explicados por los cuatro santos Padres de la Iglesia latina.

Edificado para albergar la cátedra episcopal, es ésta la que le da el nombre de catedral al templo. Encastrada entre episodios evangélicos, de la cátedra emana, por el ministerio apostólico del obispo, la belleza de la doctrina católica. Esta luminosa armonía del Credo fue la que, en 1951, colmaba de una dicha inefable a la escritora Carmen Laforet, nacida en Barcelona hace ahora cien años y Premio Nadal en 1944 por la novela “Nada”:

«Me ha sucedido algo milagroso, inexpresable, imposible de comprender para quien no lo haya sentido y que, sin embargo, tengo la obligación de contar a los que quiero… Rezo el credo por la calle sin darme cuenta. Cada una de sus palabras son luz… La gracia, tal como la he recibido, es la felicidad más completa que existe. La pobre voluptuosidad humana… No es nada comparada con esto. Nada». La catedral de Oviedo es toda ella expresión de ese Credo, que los artífices lograron visibilizar, alentados por la fe cristiana que profesaban y asistidos por una sobrenatural inspiración, en los materiales sobre los que trabajaron. Y delante de la cátedra, la mesa con los lienzos siempre dispuestos para la Cena del Señor, de la que no hay casilla para ella entre las que componen el retablo, pues la escena se representa al vivo cada vez que se celebra la eucaristía.

Es toda ella expresión de ese Credo, que los artífices lograron visibilizar

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Hace siglos que, para actualizar el sacrificio único y redentor de Cristo, fue consagrado el altar de la iglesia sobre la que posteriormente se construyó la que hoy conocemos. Aquella ceremonia no debió de ser ni remotamente como la que presidió Salomón en la inauguración del culto en el templo de Jerusalén: «Ofreció en sacrificio veintidós mil toros y ciento veinte mil ovejas». Pero sí por los efectos en cuanto al favor de Dios: «Mantendré mis ojos abiertos y mis oídos atentos a la oración que se haga en este lugar. He elegido y santificado este templo para que mi Nombre esté en él eternamente. Mis ojos y mi corazón estarán en él todos los días» (2 Crónicas 7,5.15-16).

Y así, desde aquella lejana fecha de su consagración hasta el presente, en la iglesia de “San Salvador y de los doce apóstoles”, de Oviedo, no ha dejado de mostrarse amorosa y providente la Presencia divina, que, aunque no puede ser contenida en lugar alguno, se complace en morar y manifestar su esplendor, belleza y gloria en los edificios que manos humanas levantan para darle honor, rendirle reverencia, tributarle respeto, confiarle las súplicas y agradecerle sus dones.

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