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Inacabada, fanal, compás y viva: cuando el templo parece que respira

Aproximaciones a la Catedral en relación con su entorno urbano y el recorrido sentimental que lo vertebra a la luz de las últimas décadas

Hay una visión de Oviedo, entre el Campo y el cielo, que hace a la ciudad aparecer inundada de verde, como esos templos asiáticos en los que las raíces, no se sabe si destruyen o soportan tumbas, palacios y murallas. Y sobre ese mar de hojas, lleno de primavera cuando entran los estorninos con sus juegos de seda, vacío en invierno, como si las ramas fueran dedos, dedos con cicatrices y con pelos, sobresalen dos torres, la ceca y la meca. Uno, basto, cuadrado y almenado, de la fe de los bancos, y la otra, grácil, acicalado su perfil por fronda, por chochet, por juegos matemáticos y pináculos también, calado su centro por la luz que la rompe al levante y cuando el sol poniente se hace más dura y más brillante. Eso sí, cuando llueve, se llena de humedad y es negruzca, casi gris, olvidando el dorado de su piedra feliz.

Sin duda, Madroñero vio esta imagen desde el cielo de Oviedo, en alguna fiesta de trasnoche, y luego dibujó en el Chiribí la ciudad inundada, y las torres rasgando el espejo del agua.

Después, más tarde, bajó el agua, como si el diluvio pintado poco a poco remitiese, recuperara el campo que busca la paloma para coger la rama, y quedó ante la misma Catedral un estanque, un lago lleno de artefactos, en el ochenta y tantos: Oviedo al agua. Cuántos conciertos de música saltamos delante de su fachada solemne y asustada. De copas, la Catedral era otra cosa: Diario de Roma, subíamos por Mon, y al fondo surgía, a veces pálida, iluminada por la luna llena, la inmóvil, la serena, la siempre Catedral. Soltando vaho algún día parece que respira ¡Parece que está viva!

Otras veces nos divertimos con la gran fábrica seria, como cuando Nacho San Marcos cambiaba su sonrisa luminosa por su discurso grave y me enseñaba, tan culto, la exposición Orígenes: aquel espejo que mirabas en el centro del templo y reflejaba las bóvedas de arriba, la estereotomía, haciéndote disfrutarlas, haciéndolas más vivas, y aún más valiosas al verlas enmarcadas. Cambiaron entonces las barras de madera de la Cámara Santa por un espacio limpio, con un cristal delante, y se formó un debate interesante. Al final, como siempre, la gente quiere que su gran casa, esta casa de todos, se mantenga intacta, sin fin, inalterada, como lo único en este mundo que no cambia...

Claro que cambia y están ahí para mirarlas, en el Museo de Bellas Artes, las fotos del viajero inglés del XIX, Clifford, que nos muestran un rosetón distinto del que hoy se tiene, un frontón diferente, que nos descubren además que el claristorio de bellas vidrieras está aún sin perforar. También, si miras la crucería del ábside, ves unos tonos azules que quedan de lo que fue un acabado policromado que ahora no está y nos deja ver la piedra, ya tanto tiempo limpia, que no entenderíamos recuperar aquel color oscuro que nos recuerda el cielo. Pero el cielo de noche también cambió después. Al llegar la luz artificial, la cumbre se convirtió en fanal, y se hizo un faro que ilumina las pesadillas, el mar, marea, nightmare, en que zozobras mientras ella nos guía. La Catedral siempre te acoge, eres tú el que se aparta, cuando no puedes ya mirarla a la cara, de frente, por la vida que llevas, de su dictado ausente… Tuvo que ser bestial cuando la furia de la guerra rompió toda su cresta y aquel grácil final, (copiado en las Pelayas y a la postre, el repuesto, más joven que la “espira” del convento), apareció con fuego de explosión, flamígero de facto, roto como el volcán que vemos estos días vomitar. Los cuadros de Vaquero y los de Casariego se hacen eco de aquello, nos muestran las heridas de este gran animal. Las fotos dolorosas con Menéndez‐Pidal y también con Ferrant, viendo hundida la bóveda de la Cámara Santa, viendo en pie los apóstoles que miran como su cielo en piedra, inexplicablemente, está roto y por tierra. Contaba Juan, un vecino de siempre del Fontán, que en su niñez la torre no era torre sino un andamiaje de madera que prolongó, así, el dolor de la guerra. Y qué me dicen años después. ¿Qué pensaría aquel ladrón, en la Cámara Santa, que comía una lata de sardinas mientras robaba la Cruz divina? Vaquero dibuja nuestra torre otras veces mezclada con los hierros del depósito de la fábrica de gas y trata de aunar la santa en piedra con la industria perversa, con la nueva religión que temía Fermín de Pas en su elucubración inaugural. Y mucho antes que él, Villaamil la pintó en óleo, tan llena de aderezos, tan cargada de efectos, que no reconocemos su catedral de Oviedo, su forma de soñar.

A veces, lo digo en serio, un arco iris la rodea, y hace de ella su centro (y paralelo, más tenue, discurre otro). Me pasa lo mismo –no es la primera vez que lo comento– cuando voy en el coche por la ronda y mis ojos la miran, y parece que es la punta de un compás que marca el rumbo de mi curva.

¡Cómo cambió la iglesia madre de Oviedo su diseño!, o más bien nuestro modo de verlo, cuando quitaron la manzana de casas delante suyo, que hacía su visión más escorzada, Sventramento se llama esto y fue común en toda Europa, tras perpetrarlo en Notre Dame en el siglo XIX, o en la Via della Conciliazione en Roma y en Oviedo en el XX. De este modo, ahora, podemos ver pequeña la torre de la Catedral enfocándola lejos al cruzar Porlier, antes aparecía sin avisar al dar la vuelta, enorme, gigantesca, al subir despistado por la calle del Águila, hacíamás pequeños a los fieles, y parecía moverse, al recortarse contra nubes que pasan por el cielo doblando nuestro cuello.

De otra manera me gusta ver la catedral: como una gran madre, que protege a sus numerosos hijos que son casas, palacios y cobijos donde vive la llama de su fe. El pueblo se bautiza, se casa, se muere, todo esto pasa en un momento si comparas su tiempo con el nuestro. Las campanas que llaman, que dejas de escuchar, que te acostumbras tanto que no las oyes ya.

Llegan otros momentos en la vida, en que buscas su ruido, su abrigo y cercanía. Momentos especiales de la vida y también, conciertos: El Mesías, que llenan el espacio de infinito, que juntan a la gente, gente que los domingos reza, escucha y también, envolviendo el sermón, disfruta del órgano magnífico, del canto de los coros, del retablo precioso, de la luz coloreada arriba en las vidrieras de la nave central y abajo limpia y clara como el agua en las ventanas bajas y modestas, de nave lateral. Parece una metáfora de la vida, o quizá de la religión misma…

Nos gusta así, inacabada. Que no nos cambien nada en nuestra Catedral.

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