La Catedral de Oviedo, todas las catedrales en realidad, está plagada de rincones secretos. Alguno de ellos está a la vista de todos, de cada fiel que acude a los oficios religiosos o de los cientos de visitantes que, día tras día, recorren el templo. Está en el transepto sur, en la misma puerta. Son decenas de muescas, cientos, que horadan la piedra, picada como si hubiera sufrido una extraña viruela. Lo que desconocen la mayoría de los visitantes es que esos daños no responden a la humedad o al paso del tiempo, sino que son agujeros de bala. Ese punto en concreto fue primera línea de batalla durante los sucesos revolucionarios de octubre de 1934: por esa puerta trataban de penetrar las tropas obreras, que se veían contenidas por una barrera defensiva que los guardias de asalto habían instalado en la nave central.

ESPECIAL: La Catedral de Oviedo cumple 1.200 años

No era la primera vez que la Catedral de Oviedo se veía sacudida por la guerra. Sus mismos orígenes están marcados por una violenta razzia, lanzada por el emirato de Córdoba contra el Reino de Asturias. Fue en el 794, y las tropas musulmanas saquearon la emergente capital de Alfonso II, arrasando una primitiva basílica dedicada al Salvador y los doce apóstoles que el padre del Rey Casto, Fruela I, había ordenado edificar tres décadas antes. La historia no terminó ahí: cuando las tropas musulmanas retornaban al sur, con la barriga y las alforjas llenas tras abandonarse al pillaje, las tropas asturianas comandadas por Alfonso II les emboscaron en un paraje del Camino Real del Puerto de la Mesa denominado Lutos, donde les infligieron una severa derrota. Una batalla que sería crucial para garantizar la independencia del reino cristiano en el Norte.

Alfonso II reconstruyó la primitiva basílica impulsada por su padre dentro de un conjunto de templos, en lo que sería el germen de la actual catedral. El origen de todo este complejo se oculta entre las nieblas de la historia, apenas tenemos indicios de cómo era y de su propia naturaleza. Incluso la fecha de su consagración ha sido objeto de debate: aunque se sabe a ciencia cierta que la consagración se concretó un 13 de octubre, el año no está claro. La propuesta de consagración más temprana es la que estableció Santos García Larragueta hace casi sesenta años, cuando la situó en el 802. La más tardía es la que propone César García de Castro y la que sustenta la actual celebración: sería el 13 de octubre del 821, que cayó en domingo, el día adecuado para la consagración de templos según la liturgia hispana. Dentro de esa horquilla, otros autores proponen fechas dentro de esa horquilla: es el caso de Francisco José Borge Cordovilla, que sitúa la consagración en el 810. En cualquier caso, esa catedral, ha alcanzado los 1.200 años de existencia. Un tiempo en el que ha sido testigo privilegiado y, en muchas ocasiones, escenario de momentos claves de la historia de Asturias. Unos acontecimientos que se pueden rastrear por los distintos espacios del templo, que se pueden leer en sus piedras.

En este mismo lugar, por la misma época en la que se erigía la catedral, nació el Camino de Santiago, otro fruto de la visión larga de un rey cuyo lugar en la historia parece menor que sus muchos merecimientos. Pasaron los años y, al calor de los peregrinos, se forjó una ciudad santa en Compostela, la meta de la vía santa. Mientras tanto, la fama de Oviedo, del origen del Camino, parecía apagarse. Todo cambió en el 1075, cuando Alfonso VI ordenó abrir el Arca Santa de la Catedral de Oviedo, otro legado de Alfonso II, y el descubrimiento de las riquísimas reliquias que allí se guardaban, entre ellas el Santo Sudario, cambió la historia de la urbe y, por extensión, de Asturias.

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Determinadas fotografías son cuestión de fe Miki López

Apenas unos años después de la apertura del arca, la noticia del riquísimo relicario de Oviedo se había extendido por Europa. Hay un indicio constatable de esa nueva fama: a comienzos del siglo XII, la catedral experimenta un nuevo impulso constructivo. Entre otras obras, se erige la torre que hoy conocemos como Torre Vieja, y se reforma la Cámara Santa. Se trataba de dignificar un templo convertido en faro de peregrinaciones, la meta de los llamados “caminos de Oviedo”. De ahí vendría esa célebre coplilla, parece ser que de origen francés, que reza: “Quien va a Santiago y no al Salvador, visita al criado y no al señor”.

La catedral era el motor del crecimiento de la capital asturiana, que durante todo ese siglo adquiriría hechuras de ciudad, tal y como hoy entendemos el término. Pronto sería también la cuna del Principado de Asturias.

Situémonos: estamos en 1381, en la Cámara Santa, donde dos hombres se dan la mano en presencia de un obispo. El prelado es Gutierre de Toledo y los dos varones son el rey de Castilla, Juan I, y su hermanastro, Alfonso Enríquez, señor de Asturias, que imploraba el perdón del soberano tras haber tratado de usurparle el trono. La reconciliación era una milonga, al menos por parte de Alfonso: dos años después, Alfonso Enríquez se alzó de nuevo. Pero en esta ocasión salió al corte Gutierre de Toledo, que contuvo la rebelión. En agradecimiento, Juan I vinculó el condado de Noreña al obispado de Oviedo, y reintegró el señorío de Asturias a la corona. Cinco años después, el monarca creó el Principado de Asturias al ceder el señorío sobre estas tierras a su primogénito, Enrique.

Durante su obispado, Gutierre de Toledo inició una reforma decisiva del templo, ya en estilo gótico. Era el inicio de una reforma que se prolongó durante dos siglos, y que cogió un impulso decisivo a partir del año 1438, cuando el papa Eugenio IV concedió a Oviedo una bula de indulgencia plenaria: es el Jubileo de la Santa Cruz, por el que se otorga el perdón de los pecados a aquellos que pasen por la Catedral de Oviedo en unas fechas marcadas. En concreto, este tiempo de perdonanza se celebraba los años en los que la fiesta de la Exaltación de la cruz, 14 de septiembre, cayese en viernes, así como los ocho días anteriores y posteriores. Una celebración que motivaba grandes festejos en la ciudad, que concluían de forma majestuosa el último día de la “Perdonanza”: el 21 de septiembre, día de San Mateo. Oviedo y su catedral eran ya santas, una condición de la que quedaría constancia algunos siglos después, en concreto en 1645, cuando Gil González Dávila escribió, en su “Teatro eclesiástico de las iglesias metropolitanas y catedrales de los Reynos de las dos Castillas”, una afortunada frase que describía cuatro de las catedrales más relevantes de España: “Dives Toletana, Sancta Ovetensis, Pulchra Leonina, Fortis Salmantina”.

El flujo cada vez mayor de peregrinos atraídos por la indulgencia plenaria permitió agilizar las obras de la catedral. En las navidades de 1521, toda la fachada estaba andamiada, una visión que debía corroborar el saludable progreso de las obras. Esa Nochebuena, un brasero mal apagado en una cocina de Cimadevilla desencadenó un terrible incendió que destruyó tres cuartas partes de la ciudad. Aquellos andamios de madera que enfajaban la catedral ardieron por completo, pero los muros del templo, esa piedra llegada de las canteras de Laspra y Piedramuelle, contuvo las llamas. La catedral fue un efectivo cortafuegos que permitió salvar, al menos, una parte de la ciudad, destinada de nuevo a renacer de sus cenizas, como había hecho tras la razzia del 794, y como tendría que hacer de nuevo cuatro siglos después.

Apenas treinta años después del incendio, en 1551, y bajo la maestría de Juan de Cerecedo, “el Viejo”, se concluyó la monumental torre de la fachada de la Catedral, una estructura que se acabaría convirtiendo en icono del templo y de toda la ciudad. Aún hoy, la torre sirve de faro para el viandante, como habrá hecho con miles y miles de peregrinos que avanzaban hacia esa mole recorriendo las intrincadas callejuelas de la ciudad. Pero esta torre no es aquella que culminó el mayor de los Cerecedo. El 13 de diciembre de 1575, día de Santa Lucía de Siracusa, un rayo cayó sobre la torre, destruyendo la flecha y un distinguido remate metálico, dos bolas y una cruz, que se había traído desde Flandes. Irónicamente, la mártir siciliana es la patrona de los ciegos, las costureras y… los electricistas.

De refugio de patriotas a primera línea de combate: Guerras y revoluciones en la Catedral

Ya en ese siglo XVI, la sala capitular de la catedral acogía las reuniones de la Junta General del Principado. Y allí se celebró, el 25 de mayo de 1808, la crucial reunión en la que la Junta se proclamó soberana y declaró la guerra a un Gobierno central dominado por Napoleón Bonaparte. Aquella declaración fue leída al pueblo desde el balcón de la puerta de la Limosna, en lo que fue el comienzo efectivo de la resistencia asturiana al invasor francés.

Pasaban los siglos y los estilos artísticos se agolpaban en la catedral, pero la esencia del templo persistía. También su iconicidad, esa presencia que convirtió sus volúmenes en palabras de novelistas y poetas, en trazos de los dibujantes o en pinceladas de los pintores. Cuando emergió la fotografía, la cámara apuntó de inmediato a aquella flecha que apuntaba al cielo, al hito que sobresalía entre las callejuelas de Oviedo. Pero con la llegada del siglo XX, la historia le tenía reservada a la catedral su etapa más oscura.

En octubre de 1934, la mecha de la revolución prendió en Asturias, y la catedral pasaría a ser campo de batalla. Desde la torre, los francotiradores de las fuerzas adeptas al Gobierno Civil mantenían a raya a las tropas obreras, e incluso se planteó la destrucción del templo. El Comité Revolucionario desechó la idea por su valor histórico artístico, pero un grupo armado trató de penetrar en la Catedral, en algún momento entre el 11 y el 12 de octubre. Penetraron por la sala capitular y lograron pasar al claustro, pero la conexión desde este cuerpo con el transepto sur del templo era un cuello de botella y la Guardia de Asalto, bien parapetada en la nave central, impedía a los revolucionarios penetrar en el templo. La “solución” de los asaltantes fue dramática: colocaron una carga de dinamita (se estiman unos 400 kilos) en un muro de la cripta de Santa Leocadia que daba a la girola. Habituados seguramente a las explosiones subterráneas, los obreros no calcularon bien ni la cantidad de explosivos necesaria ni al hecho de que, por su estructura, la Cámara Santa dirigiría la explosión hacia otra dirección. El resultado fue la voladura de la propia Cámara Santa y sus joyas, de parte del claustro y del muro posterior de la capilla de San Ildefonso (hoy de Covadonga), en lo que fue el hecho probablemente más luctuoso de la milenaria historia de la Catedral de Oviedo.

La Guerra Civil, apenas dos años después, no hizo sino aumentar los daños en un templo que, tras tanta violencia, estaba literalmente roto. La torre desmochada se convirtió en un nuevo icono, y la propaganda franquista concedió a Oviedo la categoría de “ciudad mártir”. A la catedral y a la urbe con ella, les tocaba de nuevo resurgir de las cenizas, volver a forjar esa dorada quimera de Alfonso II con los útiles mellados que el devenir de la historia le había infligido.

Cuando el país abrazó la Transición y la ira parecía haber quedado atrás, la Catedral de Oviedo volvió a ser escenario de un suceso dramático. Con tanta historia detrás, la “Sancta Ovetensis” no podía estar ausente de la crónica negra de Asturias, en la que entró el 9 de agosto de 1977. Aquel día, José Domínguez Saavedra logró penetrar en la Cámara Santa y se llevó la Cruz de la Victoria, la Cruz de los Ángeles y la Caja de las Ágatas. Antes de irse, descuartizó las joyas y se llevó los trozos en una bolsa, con la que escapó por la puerta de la Limosna.

Los restos fueron recuperados y el ladrón apresado. Las joyas fueron objeto de una profunda restauración, y cinco años después la Cruz de la Victoria retornó a la Cámara Santa. El papa Juan Pablo II, para celebrar este milagro, concedió un nuevo privilegio a la Catedral de Oviedo: que el Jubileo de la Santa Cruz se celebre todos los años, siempre entre el 14 y el 21 de septiembre. De nuevo, Sancta Ovetensis.

La historia se esconde en cada recodo de la catedral, una crónica de Asturias hecha en piedra que habla de reyes y obispos, de tesoros y milagros, de revolucionarios, patriotas y ladrones. Y aunque tiene ya 1.200 páginas, el final de este relato compartido se intuye aún lejano.