Conocí las montañas de Petra, en pleno desierto de Jordania, atravesé el Siq, sobrecogedora garganta forjada a temblores ligados a la Gran falla del Rift, alcancé el famoso Al-Khazneh, templo-tumba-escultura de arenisca rosa, seguí por la Calle de las Fachadas, el Teatro romano tallado en una ladera, torcí por una variante vertiginosa para ver el Gran Templo desde las alturas, por Al-Habis y la Tumba inacabada, subí a Ad-Deir, el Monasterio del siglo III a. C. donde trabajó como arqueólogo el segundo esposo de Agatha Christie y donde ella ambientó su "Cita con la muerte", y en lo más alto me asomé al desierto caótico, en el Wadi Araba y el pico de Aarón; de ahí al cielo. La honra a los muertos no puede llegar más alto. En contrapartida, el 14 de abril fui a San Salvador, al cementerio de Oviedo, a la fosa común de las víctimas republicanas de la guerra. Arriba o abajo, el polvo es eterno.