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Crítica / Teatro

La caja de Pandora

Un teatro documento necesario, bello y conmovedor que el público agradeció

Laila Ripoll se ha convertido en la dramaturga española especializada en la memoria histórica. No cabe duda de que "Donde el bosque se espesa" es uno de sus mejores trabajos en gran formato. Con un espíritu de teatro documento, pero trufado con el cabaret de entreguerras y el musical grotesco, la propuesta dramatúrgica de Ripoll y Mariano Llorente concibe un viaje iniciático a través de la memoria y el horror de nuestro pasado más reciente.

Antonia e Isabel, dos hermanas mal avenidas, reciben como herencia de su madre recién fallecida una caja llena de recuerdos, cuyo contenido transformará sus vidas para siempre. Al igual que en "Incendios" de Mouawad, una de las hermanas prefiere vivir en la ignorancia. Solo Antonia, junto con su hija Ana, tendrá la valentía de indagar una verdad que sacudirá su presente revelando terribles secretos del pasado que afectan a sus orígenes. Saberse descendiente de un sanguinario torturador criminal de guerra es algo con lo que tendrán que convivir, tras emprender un viaje revelador por Europa para encontrar la pista de su supuesto abuelo republicano. A través de una línea argumental un tanto forzada se conecta la Guerra Civil española y la Guerra de los Balcanes, pasando por Mauthausen. Dos momentos, el pasado y el pasado más reciente que refuerzan el sentido épico generacional de las guerras y sus terribles consecuencias. Paradójicamente Antonia se va quedando ciega a medida que descubre la realidad. Si la protagonista de "Incendios" enmudecía, aquí es la ceguera la metáfora empleada. Una partida de nacimiento, una caja de cerillas, un mapa ferroviario y una medalla del Sagrado Corazón son los objetos que abren la caja de los truenos y conducen a las pistas que van encajando como un puzle ante los ojos atónitos del espectador.

La acción entrelaza dos planos, el realista de la familia con el de la taberna fantasmagórica en la que se dan cita los muertos entre canciones y logradas composiciones coreográficas. Destaca la comicidad de la escena del Hitler ventrílocuo con su títere croata Ante Pavelic. La escenografía de Arturo Martín y la iluminación de Luis Perdiguero logran esta convivencia de lo cotidiano y lo onírico en un espacio polivalente de derribo, con paredes desconchadas y tablas quemadas, que también sirve de soporte a las proyecciones documentales. Todos los intérpretes realizan un meritorio trabajo alternando varios personajes. Mélida Molina como tabernera charlatana es el hilo conductor entre vivos y muertos, resabiada maestra de ceremonias con una energía arrolladora y que además canta muy bien. Arantxa Aranguren y Puchi Lagarde están muy creíbles como las dos hermanas y Teresa Espejo brilla como la vivaracha hija, comedora compulsiva que se enfrenta a una amarga realidad. Carlos Alfaro encarna al escalofriante Marko el Poeta, terrorífico pasado del bonachón padre yugoslavo al que da vida Juanjo Cucalón.

Sin llegar a la plenitud trágica del texto de Mouawad, al que tanto nos recuerda, se trata de un espectáculo bien hecho, de gran impacto visual y emocional, que a pesar de sus más de dos horas de duración no cansa al espectador por la gran fuerza de sus revelaciones y porque hace justicia a un pasado que no nos es indiferente. Si bien la profusión de datos le confiere un carácter excesivamente didáctico y se echa en falta un planteamiento más brechtiano, que profundice en los verdaderos motivos de los conflictos armados y no sólo en el sufrimiento que conllevan, no obstante, estamos ante un teatro necesario, bello y conmovedor que el público aplaudió con efusión.

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