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María José Iglesias

Garzón, por siempre a la luz de la Ciencia

Decir que León Garzón es irrepetible es quedarse muy corto. Mantenía una actitud crítica hacia todo y una curiosidad permanente por entender el mundo. Estos días en el hospital aún hablaba de ondas de luz y sonido. Durante años cultivó la amistad de Gustavo Bueno. Las familias eran inseparables, así que imaginen de lo que eran capaces el filósofo y el físico nuclear cuando se ponían a diseccionar el Universo. Mis recuerdos del profesor Garzón comienzan en la infancia: "Prefiero vivir en una nuclear que respirar la contaminación urbana". Todos escuchaban sin toser. Desde su mentalidad cartesiana reconocía que hay un punto al que la Ciencia no llega. Esa pasión por enseñar la heredó de su madre, Leonor Ruipérez, maestra y republicana, formada en Salamanca. Adoraba a sus hijos, Francisco, Sagrario, María Luisa y Gloria, y a sus nietos -dos de ellos llamados León-. Disfrutaba igual de un paseo por Ribadesella que de un congreso en Estados Unidos. Fui testigo de la devoción que sentía por él su esposa, Sagrario Martín Fonseca, su alumna en la Facultad de Química de la Universidad de Salamanca. Al joven profesor le cautivó la personalidad de aquella belleza, hija de un médico, ejemplo de bondad. Se casaron y se vinieron a Oviedo. Pase lo que pase con la materia y los agujeros negros, seguro que Garzón ya ha encontrado el modo de saludar a Einstein.

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