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Trementina Street

Creo que Jaime Herrero nunca quiso ser el centro de nada, con excepción de su propia obra, pero allá donde se encontraba era el alma de todo, de los nombres y de los tiempos, de las palabras y de las cosas. Era singularmente expansivo y por esto ceñir su vida a Oviedo sería un error, porque Jaime, universal como era, no concebía límites ni fronteras. Viajar y pensar, pintar o escribir, eran el fruto de una mente brillante e inquieta. Sin duda, algo tuvo que ver su influencia francesa, fascinante y heterodoxa, emotiva y surreal, incluso fantasmagórica.

En lo que atañe al arte, entendidos hay que han sabido y sabrán dar cuenta de sus óleos, dibujos y otros mármoles, pero yo quiero recordar ahora que juntos viajamos por Asturias en busca de una cantera en la que cortaran una peana de mármol de 9x8x8 que sustentase su Apolo cabezón, la escultura que escritores de la valía de Gonzalo Suárez, Juan Cueto o José Avello recibieron como reconocimiento por el Premio de la Crítica o el de las Letras de Asturias. La búsqueda de ese cubo de mármol, que no encontramos aquí, me descubrió a través de los ojos y las narraciones de Jaime la geografía sentimental, tierna y despiadada de una región perdida en su propio laberinto, cuyo paisanaje a veces nos parecía salido de una obra de Faulkner. En el camino encontré al artista lúcido, profundo y ameno, crítico con los de arriba y los de abajo, jamás sectario. Y también feliz como un niño ante un soldadito de plomo después de la batalla, como aquella del sillón verde que una tarde mantuvo con Yago, su hijo, y Coté, su mujer.

Recuerdo otra tarde en la Biblioteca Pública de Asturias, durante el encuentro "Cien años después, Literástura 98", en el que Jaime Herrero y Luis Sepúlveda, moderados por Manuel Herrero Montoto, hablaron del Mayo del 68 francés, al que Jaime únicamente contribuyó, según confesión personal, con una barricada plegable. De aquel mayo parisino se volvió a España con un "Playboy" y "El Libro Rojo de Mao". En la frontera le dejaron pasar el "Playboy", pero "El Libro Rojo" no. "Estaban muy despistados", contó. En fin, minutos antes de su intervención, pocos vimos cómo el fotógrafo Paco García capturaba la "performance" más provocadora de "Literástura", cuando antes de su intervención Jaime se quedó como vino al mundo en el vestíbulo del salón de actos. "Un homenaje a los ateneos anarquistas y libertarios", le contestó a una señora que, testigo incómoda del desnudo integral, le pidió explicaciones en el turno de preguntas. De aquellas batallas de canteras y fundiciones, de soldaditos y monigotes o de versos y farras, siempre salió con el lápiz en la oreja. Lo saben bien los fantasmas de la casa en la calle Cervantes que todavía le recuerdan.

"Yerta la voz de mudo desvanezco", escribió en "Trementina Street", y ahora ya sin él, me temo, todos somos algo menos.

P.D.: Querido Jaime: te envío unas palabras desconocidas y un par de libros sin instrucciones para que sigas volando.

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