Gabriel García Márquez vivía a la vera de Sarriá en Barcelona. A falta de enfriadores ambientales, Gabo neutralizaba sudores saliendo al breve balcón, en el que escribía compulsivamente "Cien años de soledad". Mi primo Miguel Barca pasaba de estudiante por debajo del genio para ver a su amada Joselina en el 395 de la calle Balmes. Miguel, arquitecto ya siempre, temía por la resistencia de materiales, mirando de reojo por si el denso cerebro no aguantara la baranda.

Una mañana de brisa, mientras Gabo cabeceaba su proverbial insomnio cartagenero, se le cayó, justo encima de Miguel, una hoja del relato. El autor no parecía haberse dado cuenta y Miguel, lejos de devolverla como su buena crianza balear exigía, se la guardó en su carpeta de gomas sin rechistar para mejor disimulada ocultación. El singular volante se titulaba a modo de capítulo, "Tirabuzones de agua".

Cuando, después de avatares varios, salió la novela en luz impresa, Miguel comprobó que el texto arrebatado al aire no figuraba, por lo que atesoró su abalorio con más cuidado aún, si bien todo el celo fue poco pues desapareció, olvidado, años.

En un cumple, mi prima Joselina, lectora voraz del Boom, a la que mucho había prestado la anécdota de su entonces novio, encontró, entre maquetas y planos, el descuido de Miguel y se lo regaló, enmarcado en simple paspartús. Así lo tenía a la entrada de su casa de Menorca. Todos los visitantes de alguna sapiencia (Úrculo, Clotas, Ana Belén, Monseñor de Samois, Dolly UP, Luchy Tantamount, Mrs. Pat Design, Inmasindulce, Lelé de Entreambasrosasfontanas, Víctor Manuel?) preguntaban qué era eso de "Tirabuzones de agua" en caligrafía tan desaliñada. Los Barca Fontana tampoco lo sabían a ciencia cierta, ni siquiera su hija Violeta, que mucho se desgañita investigando huellas cromáticas y cinéfilas que algo rememoraba del divertimento de Orson Welles en "Fake", pues mis queridos parientes nunca se atrevieron a confesar la procedencia del manuscrito por miedo a que Gabo, tertuliano habitual de los Fontana Hervada, frunciese ceño y, más luego, se enojase Mercedes, su viuda, fallecida recién liberando secretos de manuscritos y editores. Incluso los leyentes se podían enfadar al arrebatarles ensoñaciones maravillosas por el secuestro para mafiosillo uso exclusivo de una parte inédita de obra que con el tiempo llegaría a tan universal.

Una tarde Miguel y María José se pasaron por otra isla encantada, Lanzarote, y al entrar chez Pilar del Río y José Saramago en Tías, les recibió un poema de Ángel González, carbayón ilustre tal la hidalga Joselina, que tomó enseguida idea para el papelucho de Gabo y/o Sarriá, siempre en exhibición privada.

Mi prima, pez en el agua en el mundo esotérico de Popeye y Cocoliso, se animó entonces a apretar en metacrilato la hoja garciamarquiana. Ya sea por la humedad menorquina, los antiguos vientos troyanos, el eco bajista de Juan Pons desde Ciudadela, el envés nadalino o lo que fuere, la tinta de los tirabuzones se corrió hasta inundar levemente la emparedada acristalada carátula entre diminutos restos acuíferos azulinos, que diría Borges; papel que pasó, sin nadie pretenderlo, a forma de "rizo arrollado en hélice", de la definición de una tal María Moliner, que recordaba la postal remitida por Pepón González Herrero desde el Graf Zeppelin a Antonio y Lucía, abuelos que comparto con Joselina. La misiva de Pepón había caído en una saca de audaz correo sobre los Pilares de la falda del Naranco cuando el dirigible enfocaba La Magdalena del Sardinero para ademán de saludo desde los aires a S. M. Alfonso XIII.

Muerto Gabo en aquellos malditos días de antepandemia y amor colérico, la hoja desprendida del cielo barcelonés lograba de repente, ¡al fin!, significado revelador sin necesidad de mediar hielo ni pelotón de fusilamiento. Era, en definitiva, conforme a su vocación semántica, bucle, en la ortodoxia del español, verista en exceso, de la filóloga Moliner aunque fuera solo efímeramente para amigos y lagartos de paso menorquín. Además de despejar el recóndito mensaje, en clave mágica, María José y Miguel terminaban, por encanto y de raíz, con preguntitas impertinentes.

Los Reyes quisieron disfrutarlo también, pero mis primos no lo podían permitir no fuera que la publicidad vulnerase ajena autoría o haya quien reclame cuota parte de un onírico Macondo ¡sin tirabuzones de agua!