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Tío Esteban

No importaba cuántos personajes salieran en sus chistes ni con qué acento hablaran, los clavaba todos, como un ventrílocuo. Eran chistes mejores cuanto más largos, y ya casi el final nos daba lo mismo. Justo al revés que su vida, truncada este domingo, que se nos ha hecho absurdamente corta y ha terminado de la peor manera porque no ha podido explicárnosla. Sin gracia ninguna.

Era -me rompo por dentro al usar este pretérito- un periodista total y un conversador maravilloso. El mejor contando historias, el hombre que vivió mil vidas. Ojalá fueran mil y una, y la de comodín hubiera servido para tenerle con nosotros los 20 años que guapamente le quedaban. Los 20 planes de curry que guapamente nos quedaban.

Más cercano en edad a algunos de sus sobrinos que a sus propios hermanos, Esteban era un puente entre las orillas de las dos generaciones Ocaña, y llevaba el nombre de aquel médico de Valladolid que trató a Alfonso XIII y al que hicieron conde.

Compartir un cañón bien frío o un vermutín de La Paloma con Esteban era reír y era aprender. Siempre se sacaba una anécdota nueva de algún bolsillo, un aroma a kimchi en las calles de Seúl, una pregunta imposible lanzada a Asimov en el año 82, una intrahistoria de la Sevilla expuesta al mundo en el 92, que fue su casa y su mejor momento. A donde íbamos, él había estado primero. Y casi seguro se había traído de allí algo de menaje y tres recetas de cocina.

Apasionado de la tierra, de la mar y del espacio, y cómodo en todos los elementos, en los últimos años era un tapiego militante. Un tapiego de invierno, además, de los que no tienen miedo al airón de San Blas ni a las calles oscuras. Del Occidente, como de tantas cosas, se las sabía todas.

Seriéfilo, lector compulsivo, cocinero para cuantos más, mejor, y "regalón" como nadie, tío Esteban era un hombre generoso con todo, con lo que conocía, con lo que guisaba, con los tesoros que descubría, con los mejores chistes. Bien lo saben el enorme puñado de amigos que ayer, entre el estupor y la desolación, le lloraban en las redes.

Con los dedos temblorosos, sin creérmelo todavía, repasando una y otra vez nuestro Whatsapp, interrumpido por la enfermedad el día de San Mateo, me permito tomar hoy la voz de una familia rota de pena pero apiñada como nunca alrededor de inmenso, inmenso, inmenso hueco que nos deja.

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