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Rodolfo Sánchez

El golpista Indalecio Prieto

Razones para hacer caer del callejero al ministro de la República por su participación en Octubre de 1934

El profesor Jorge Muñiz, y cuatro firmantes más, publicaban un artículo en estas páginas defendiendo al golpista Indalecio Prieto desde esa indulgencia beatífica que la izquierda tiene para los representantes de sus ensueños revolucionarios. La razón que les mueve es defender que el tal Prieto tiene muchos méritos para seguir en el callejero ovetense, el mismo en el que sus compinches ideológicos eliminaron, aplicando de forma abstrusa y sectaria la ley de parte de memoria histórica, por ejemplo, la calle de Calvo Sotelo, asesinado un día antes del comienzo de la Guerra Civil, por lo que malamente puede ser tenido como apología de la dictadura. El artículo es un ejemplo más del viejurgo socialismo que padecemos.

Primera anormalidad. Hablan de Revolución de Octubre (1934) en vez de lo que en realidad sucedió: un golpe de Estado en toda regla contra la legítima República gobernada por un legítimo Ejecutivo de Lerroux y la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). Un golpista es un golpista, sea Franco, Tejero o Prieto, por más que ahora el nuevo socialismo quiera hacernos dudar, no ya solo del ímpetu antidemocrático de Indalecio y Largo Caballero, sino, incluso, del carácter asesino de los socios de los terroristas que mataron a sus compañeros en los años negros de ETA.

Segunda anormalidad. No se puede defender lo contrario de lo que el defendido ha confesado: palabras de Indalecio Prieto, el 1 de mayo de 1942 en México, “me declaro culpable ante mi conciencia, ante el Partido Socialista y ante España entera, de mi participación en aquel movimiento revolucionario (Octubre de 1934). Lo declaro, como culpa, como pecado, no como gloria. Estoy exento de responsabilidad en la génesis de aquel movimiento, pero la tengo plena en su preparación y desarrollo”. Es decir, confiesa su responsabilidad en el vil asesinato de decenas de religiosas y religiosos, en la destrucción de la Cámara Santa, de la biblioteca de la Universidad de Oviedo o del teatro Campoamor… ¿Y con esa confesión de culpa merece tener una calle en la ciudad que destruyó? Pedir perdón es bueno –aunque no determinante para los socialistas, como se ve con su relación con Bildu–, pero con ello no se borran los crímenes cometidos. ¿Cabe imaginar que alguien le concediera una calle a Tejero si pidiera perdón por su golpe de Estado? ¿No sigue en prisión el pobre anciano socialista Riopedre pese a que se ha arrepentido y está enfermo? ¿Por qué el golpista Prieto merece trato preferencial?

Es cierto que Prieto era el ala moderada del socialismo de 1934. La prueba es que su socio, Largo Caballero –que también tiene calles en España, lo que es una auténtica aberración democrática– era más contundente: “Si los socialistas son derrotados en las urnas, irán a la violencia, pues antes que el fascismo –se ve que lo de llamar fascistas a los que les llevan la contraria le viene a Sánchez de sus bisabuelos ideológicos– preferimos la anarquía y el caos” ... Resulta difícil saber quién es más radical y antidemócrata: el que organiza y ejecuta un golpe de Estado o quien amenaza con anarquía y caos si no gana unas elecciones democráticas.

La realidad, la verdad sin la propaganda del tardoanarcosocialismo, es que Calvo Sotelo merece ver restituida su calle en Oviedo y que Indalecio Prieto no tiene mérito alguno para conservar su nombre en una calle de la ciudad que las hordas golpistas que capitaneaba destruyeron. Quien sí merece una calle en todas las ciudades y pueblos de España es Federico García Lorca, víctima de golpistas y, sobre todo, alma y pensamiento libre, pero es una infamia para él que su nombre desplace a otra víctima como Calvo Sotelo.

Lo más triste es que con todos estos juegos de enredo de memoria histórica y de desgobierno radical estamos reviviendo las situaciones (independentismo, anarquismo, socialismo radicalizado…) que nos condujeron al abismo de nuestra historia y a esa incertidumbre sin horizontes que, como diría Lorca, es “el sentimiento de tener la esperanza muerta.

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