Las vísperas del 6 de enero son días de espera. De ilusión contenida. De irracional inquietud agazapada tras una infancia recobrada momentáneamente. Una infancia que aguarda cualquier momento que la deje salir de su paciente hibernación. Infancias sencillas; sin patios, huertos ni limoneros. No. Más bien unidas a calles de barro, polvo y oscuridad. Pero eso sí, calles de libertad y solidaria vecindad. De esperanza en un futuro soñado al unísono.

Siempre creí que dentro de cada uno de nosotros está el niño que nunca dejamos de ser. Y sólo necesita una pequeña excusa para manifestarse. Y, no lo neguemos, en estas horas de vigilia, ese niño quiere romper los rigurosos corsés del formalismo. Tímidos nervios nos hacen quebrar rígidas reglas impuestas y volvemos a ser los que fuimos. Mirando de nuevo, inquietos, hacia aquella estrella que resplandecía en el Picu el Paisano del Naranco señalando el campamento que los pajes preparaban y donde, en grandes jaimas, suponíamos, almacenaban nuestros juguetes. Nuestros deseos. Nuestra inocencia, tristemente en algún momento orillada. Quien más quien menos se mirará a sí mismo y verá a ese niño nervioso e inquieto. Esa visión introspectiva quizá nos evoque días que añoramos porque eran sinónimo de tranquilidad, de vivir el instante sin más preocupaciones. Gozar del ahora sin inquietudes proyectadas sobre las incertidumbres que la vida de adultos nos impondría indefectiblemente. Quizá tuviera razón Chesterton cuando afirmaba que lo maravilloso de la infancia es que cualquier cosa en ella es una maravilla. Tal vez.

Las cartas remolonas van, presurosas, a su destino real. La mía, cómo no, también. Pero mi peculiar misiva no incluye ningún pedido de un Scalextric, ni de un fuerte Comansi, ni de un Madelman, ni de un Exin Castillos, ni de los Juegos Reunidos… ni siquiera el ruego de que traigan nada. Este año la súplica a Sus Majestades es que se lleven. Que se lleven esta maldita pandemia que tanto dolor ha causado. Que se lleven la penuria económica que, como un torrente desbocado, está arrasando tantos negocios y familias. Que se lleven el dolor que tantas ausencias ha dejado. Que se lleven los egoísmos de aquellos que sólo miran para su ombligo comportándose de forma tan irracional como insolidaria. Que se lleven a todos los políticos que no sean capaces de pensar en el bien común por encima de cualquier otra consideración. Que se lleven las penas de quienes viven atribulados en su soledad. Que se lleven las injusticias que generan lacerantes desigualdades.

Queridos Reyes Magos, por favor, cumplan mis deseos. Y no hará falta pedir nada más. Que todos y cada uno de nosotros, individualmente o como parte de una realidad colectiva, afrontemos el año nuevo con la ilusión y la esperanza necesaria para creer que el porvenir que nos aguarda ha de ser mejor. Graham Greene creía que siempre hay un momento en la infancia en el que se abre una puerta y deja entrar al futuro. Hagamos que así sea. Sintámonos niños de nuevo aunque sea por unas horas y abramos, con la sana inocencia y la fe de un niño, la puerta de par en par al año nuevo. Soñemos. Creamos. El futuro nos espera.