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José Ramón Castañón, Pochi

Oviedo se tiñe de mala educación

Una desagradable escena en la calle General Elorza

En estos días difíciles y extraños, todos hemos vivido sentimientos confusos y encontrados. Paseabas por tu ciudad, la que siempre soñaste como una ciudad tranquila, afable, acogedora, una ciudad de paseantes distraídos, y de repente te despertaba un abrupto desconcertante, cientos de gentes alocadas, despreocupadas de sí mismas y de los demás, absortas en una vorágine irracional de compras, de fiesteos disimulados, y, lo que es aún más sangrante, ciudadanos insolidarios, desagradables, por momentos violentos y desafiantes.

Lo que empezaba siendo un sueño dulce de Navidad se acabó convirtiendo en una pesadilla. No preciso de psicoanalistas que la descifren, porque sé, desgraciadamente, desde hace mucho tiempo, cuál es su significado: el descalabro intelectual de una sociedad que se me antojaba ideal, pero que al fin se ha descubierto vacía.

Una vez más, la mala educación está detrás de este embrollo que regala carencias emocionales, mentales y espirituales, anclando al personal en una realidad superficial sin posibilidad ni ganas de reinvención.

Dejadme que os cuente el detonante de este pensamiento y me podréis entender enseguida, puesto que no tengo la exclusiva de ser espectador en barbaries comunitarias. En un paso de peatones de General Elorza veo cómo un hombre increpa a unos jovenzuelos sin mascarilla y desafiantes a todo, y estos, lejos de tratar de empatizar, se mofan, amenazan y al fin le agreden y le tiran al suelo; una pobre señora les increpa y también le propinan unos golpes; uno de los energúmenos graba la escena, otro dice: “Y todavía se levanta para que le des otra”. Los que allí estamos no reaccionamos, ya sea por estupefacción o acojone, y el que es más consciente, al que le hierve la sangre, no entra al trapo, por ser minoría o por si en un retorcimiento de brazos es tachado después de agresivo y paga el pato judicial, pues sabemos cómo está el tema. Solo quiero llegar a casa y olvidarme del asunto, pero hete aquí que la tele me propina un segundo golpe de inhumanidad al obligarme a ver el acorralamiento de un chavalito con trastorno autista por parte de un grupito que, lógicamente, no se considera su igual.

Convendrán conmigo en que, si detrás de esta violencia existiera una base de habilidades sociales y tolerancia a la frustración, no estaríamos asistiendo a tales espectáculos. Entonces... ¿de quién es la culpa de este colapso social?, ¿de las familias?, ¿de la educación?, ¿de las redes sociales que marcan estilos? En cualquier caso, viendo la conexión entre ellas, ¿qué instrumentos propicia el Estado? Aunque, claro, aquí entraríamos en una nueva debacle, porque ¿reconoce el Estado la pobreza mental in crescendo o disculpa, en alarde populista, sus “travesuras”?

Qué lejos estamos de las cuatro metas de la educación que un día dictó el “Informe Delors”. Hoy estas aparecen desvirtuadas, ¿o acaso no lo están cuando el aprender a conocer se traduce en hacer un buen tik-tok?, ¿o cuando aprender a hacer se reduce a contonearse en el twerking?, ¿cuando aprender a vivir juntos se trasluce en creernos protagonistas de un reality?, ¿cuando aprender a ser es revolcarse en la imagen del influencer?

Recuerdo cuando en mis años de Facultad leía el Poema Pedagógico de Anton Makárenko, preocupado por la reeducación de los adolescentes, cuando hablaba de inculcar el sentido del deber, la responsabilidad social, el sentido de la solidaridad, ciudadanos convencidos de los principios sociales, de la primacía del otro. Sería bueno recuperar las viejas escuelas soviéticas de reeducación.

Encaminados con paso firme hacia el analfabetismo emocional y la ausencia de raciocinio social, no nos extrañemos luego de que dementes exaltadores de otros dementes tomen por la fuerza símbolos que un día lo fueron de unidad.

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