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Gonzalo García-Conde

Paraíso capital

Gonzalo García-Conde

Retrato de mujer trabajadora

Fina, una comerciante legendaria del Antiguo

Tenía que ir a ver la expo de Toño Velasco en el edificio histórico de la Universidad. No me lo podía perder porque Toño es persona encantadora y un enamorado de Oviedo como he conocido pocos. La ciudad y sus habitantes son el tema central de su pintura. Una Vetusta llena de color hasta en los días en los que el cielo luce ese tono gris panza de burro, esa luz mortecina que tan bien conocemos los carbayones.

Sin embargo, en mis recuerdos de juventud Toño juega otro papel bien distinto. Fue uno de los chigreros con más personalidad de las noches de los noventa. Su minúsculo local de la calle Carpio, La Reserva, era parada obligatoria para los que querían esquivar las canciones de la radio fórmula y aun así no parar de bailar frenéticamente. Toño pinchaba música un poco distinta. Incorporó muchos temas nuevos a nuestra banda sonora.

Lo que yo no esperaba era encontrarme de bruces, al entrar en la exposición, con un retrato de la entrañable y muy querida Fina. La más antigua tendera de la ciudad.

Si usted es vecino de Oviedo, habrá salido alguna vez a dar una vuelta por el Antiguo. Se habrá tomado un algo por ahí: unas birritas, una copa, un digestivo quizá. Si ese fue el caso, seguro que sí, cabe la posibilidad de que haya decidido aromatizar su bebida con una rodajita o una corteza de limón, tradición muy apreciada en gran cantidad de combinados, cócteles, refrescos e incluso algunas cervezas exóticas.

Casi le podría asegurar que da igual el tipo de bar al que usted guste ir, el estilo de música que pongan, el público con el que guste codearse, incluso la década en la que usted esté situando sus recuerdos. Esa fruta que adorna y da gusto a su bebida fue comprada en la Calle Mon, en la tienda de ultramarinos de Fina. Todos los bares de la zona compran allí.

Su historia es la más sencilla y, al mismo tiempo, extraordinaria. El abuelo de Fina, Sabiniano Clemente, vino desde León a instalarse en nuestra ciudad buscando fortuna. Abrió esa tienda chiquitina en 1904. Allí se vendía, igual que ahora, un poco de todo: frutas, huevos frescos, embutidos, legumbres, fregonas, pinzas, jabón Chimbo. Básicos domésticos. Un comercio de aquellos que hacían barrio y provocaban la convivencia. No les fue mal, pero tuvieron que trabajar duro. Muchas horas dedicadas al negocio. También Fina, que ya revolvía por allí siendo una cría. Ningún supermercado ha logrado tumbarles.

Detrás del mostrador de su comercio, nuestra heroína ha visto pasar las cartillas de racionamiento de la posguerra, a universitarios corriendo delante de los grises durante el franquismo tardío, a la generación de yonkis destruida por la droga en los ochenta, la explosión del ocio nocturno en su calle, cuando el resto de comercios se reconvirtieron en bares de copas. Y ahora, las mascarillas. Ella, por su parte, permanece inalterable, con su batín de trajinar y echando las cuentas a mano sin hacer un borrón.

Noventa y tantos tiene la buena señora y sigue currando de lunes a domingo. Con razón le concedieron la Medalla al Mérito en el Trabajo hace ya más de diez años.

¿Cuántos limones habrás vendido en toda tu vida, Fina? ¿Cuántas cuentas habrás fiado, cuántos vecinos y camareros te deberán favores? Todos hemos pasado por tu casa. Me gusta que en el fondo este homenaje, su sonrisa inmortalizada, venga de manos de un chigrero, un buen tipo como Velasco. Leyendas del Antiguo, memoria del barrio.

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