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Carlos Fernández

Sin Conchita Quirós

La mujer que hizo de la librería de su padre una de las mejores de España

Pacita tenía catorce años y vivía en la Calle Campoamor. Un día en mil novecientos cuarenta y tantos, ella y una amiga iban para el colegio. En el momento de cruzar Melquiades Álvarez, un gran coche negro entró en Doctor Casal sentido Uría y se detuvo delante de la Librería Cervantes. De él bajaron dos mujeres, altas y delgadas, y el chófer; y las tres personas entraron en la librería. Las crías identificaron sin problema a Carmen Polo. Un poco nerviosas y llenas de curiosidad se acercaron al escaparate. Y era cierto, la otra mujer era Zita, su hermana. Las niñas aprovecharon para curiosear aquel coche gigantesco. Y vieron, sobre el asiento trasero, una pistola. Me lo contó aquella niña, Pacita, cuando ya era Mari Paz, mi suegra.

Ésta es la primera historia que sé de Cervantes. La segunda, banal para todo el mundo pero importante para mí, fue la primera compra consciente de un libro en mi vida, costeado por mi hermana: “Objetivo: La Luna”, de Hergé. Aquel día comenzó mi dulcísima y dolorosa relación –como todos los amores de verdad– con los libros; dolorosa por ser vicio, esclavitud, del que hace ya muchos años abandoné toda esperanza de escapar.

Después fui sabiendo cosas. En la sombra, la trastienda de la Librería Cervantes, bajo la batuta de Alfredo Quirós –Don Alfredo– era un ágora de cultura libre en los tiempos en los que el Régimen intentaba cortar las alas a su mayor enemigo: el pensamiento libre. Amante de la libertad y librero (¿librero vendrá de libre).

Y ese aire lo heredó su hija Conchita que, en cumplimiento de las leyes naturales acaba de fallecer. A sus ochenta y tantos años, sin ningún género de dudas con “el llabor fechu”, tras transformar la librería de su padre en una de las primeras de España.

Estamos acostumbrados a los ditirambos ante personajes del mundo político, que en realidad son flor de un día, o personas simplemente populares, sin nada detrás. Pero por Conchita Quirós sí son justos los clarines. Ha sido una empresaria de excepción, sacrificada, una mujer de éxito absoluto y, en contra de lo habitual, reconocida por todos y –algo más raro aún– en vida. En estos días se ha hablado mucho de ella, de aquella maestrina moderna para la época, estudiante en París, peleona, formada, lista, ágil, trabajadora. No han faltado reconocimientos, porque la pérdida es de las fuertes, igual que hace nada la de otro librero y persona absoluta: Alberto Polledo, de Santa Teresa.

Oviedo es una ciudad de buenas librerías, en eso hay suerte. Me refiero a librerías, no a locales donde también venden libros. Cervantes, con su hija, El Buho Lector; Ojanguren, Polledo, Maribel, la Casa del Libro, La Palma, San Pablo, Anticuaria, Don Quijote…

Pero hay que verlo todo. Esa librería, que de noche, iluminada, tanto se parece a un trasatlántico cargado de sueños, es el resultado de la profesionalidad y el esfuerzo de todas las personas que están en ella, todos libreros de verdad. Y ahora en el puente de mando Alfredo, sobrino de Conchita, y heredero de sus maneras y habilidades. Asciende a capitán, con buenos oficiales a su lado.

Esta vez Oviedo sí ha perdido a una de sus personas clave. Mañana volveré a Cervantes. Conchita ya no estará. Lo terrible de la muerte es que cuando alguien querido se va, ya no lo volvemos a ver.

Mi última historia, por ahora, de este lugar, es la pérdida de Conchita Quirós, que con su partida se lleva un trozo del corazón de mucha gente. ¿Qué tendrán las mujeres de Cervantes, que hacen que te enamores de ellas

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