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Eva Vallines

Crítica / Teatro

Eva Vallines

El tesoro de la memoria

Adrián Conde firma un espectáculo delicado, emotivo y reflexivo

Si etimológicamente “recordar” es “volver a pasar por el corazón”, el espectáculo de Adrián Conde hace honor a su título y apela directamente a las emociones consiguiendo una atmósfera cálida y sugerente para este cuento de Navidad sobre la memoria. En un registro muy diferente al que nos tiene acostumbrados, el clown y mago de origen argentino -y asturiano de adopción- se mete en la piel de un hombre huraño obsesionado con coleccionar recuerdos. Gracias a una escenografía compuesta por una estantería llena de cajoncitos como en las antiguas mercerías, dos mesas con flexos y un gran archivador de acordeón, el protagonista no está solo en escena, sino que los objetos van a cobrar vida convirtiéndose en un personaje más.

Marcelino es un tipo extraño, atormentado por su afán de atrapar, guardar, contabilizar y archivar los recuerdos y, por supuesto, no compartirlos. Adrián se caracteriza con técnicas de clown como el avaro con prominente apéndice nasal, hombros cargados, chepa pronunciada y andar tortuoso, que nos lleva al estereotipo del judío en el teatro alemán de entreguerras, con algo también del Mr. Scrooge dickensiano. Pero el gran mago sabe aportarle la dosis de ternura necesaria para que encandile a niños y mayores con su filosófica percepción del tiempo, que se materializa en un presente escurridizo, un pasado omnipresente y un futuro incierto. Como el propio Adrián afirma, la obra tiene varias lecturas, para el público de menor edad supone un aprendizaje de lo que son los recuerdos, que aquí adquieren una entidad casi corpórea y son atrapados y encerrados en cajas de las que escapan como luciérnagas o se ven reducidos a serrín por los “lapsus”, que actúan como termitas de la memoria. Para el público más adulto se añade la enseñanza de cómo lidiar con nuestro pasado y que no nos hipoteque el futuro.

La dirección corre a cargo del maestro de clowns catalán Pep Vila, que es también coautor de la pieza y consigue dar unidad a un espectáculo en el que sin apenas trucos de magia paradójicamente se crea una atmósfera mágica, llena de delicadeza y encanto, que nos cautiva con los pequeños detalles, la tenue iluminación y una música que me transporta a las películas de Fellini, nostálgicas y evocadoras.

No faltan técnicas de prestidigitación y pantomima en la interpretación de Adrián, e incluso momentos de humor, como las réplicas del eco y los recuerdos que saltan de la papelera para disfrute de los más pequeños, pero el gran acierto es la creación de este ambiente cálido que sugiere más que subraya y es capaz de suscitar emociones. Marcelino no está solo en escena, su antagonista será el eco, que desde una caja, actúa a modo de conciencia y le anima a pensar en cosas bonitas y a no vivir anclado en el pasado. Gracias al buen hacer del manipulador Nacho Camarero el osito René, un globo, una tarta de cumpleaños, un coche, una guirnalda de banderines, un reloj, un collar y una foto de boda de los progenitores, se convierten en elementos que consiguen volver a pasar por el corazón nuestras vivencias pasadas. Otro personaje es el propio Marcelino de niño, en el momento más trágico de la representación, cuando se recrea el accidente de tráfico que acaba con la vida de sus padres, en un guiño casi autobiográfico al propio actor. El teatro de sombras y las transparencias, preciosistas y hermosas, con el sello inconfundible de Luz, micro y punto, añaden una nota de belleza a la función. En suma, un espectáculo delicioso y delicado, emotivo y reflexivo, que hace disfrutar a todos los públicos.

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